Mapa cósmico
Ni el más místico de los poetas, ni el más audaz de los metafísicos han logrado imaginar la realidad que nos revela la cosmología contemporánea. Todas las intuiciones ancestrales sobre el cosmos y nuestro lugar en él han resultado erróneas. El universo no es eterno, sino que se originó en una inconcebible explosión hace 13.700 millones de años, siglo más, siglo menos. Su dimensión creció de lo minúsculo a lo cósmico en una fracción de segundo, sin respetar siquiera el más venerado límite de la física, la velocidad de la luz. La NASA acaba de divulgar, para asombro y júbilo de los grandes expertos, el mapa más preciso del universo desde su nacimiento, que afianza la teoría del Big-Bang y es fruto de los hallazgos en su primer año de actividad de un satélite específico lanzado en junio de 2001.
La inmensa galaxia en cuyos arrabales vivimos, la Vía Láctea, proviene de una microscópica fluctuación en una sustancia aún más inasible que el vacío. La materia de la que estamos hechos -los átomos- es una rareza irrelevante en comparación con el principal componente (más del 70%) del cosmos: la llamada energía oscura, responsable de que el universo se esté expandiendo cada vez más deprisa. Los últimos datos, obtenidos por el satélite parapetado tras la cara oculta de la Luna y que muchos consideran ya un hito hacia una teoría unificada y coherente del universo, han redondeado este enigmático cuadro.
El mundo, como dijo el filósofo Michael Ruse, no sólo es más extraño de lo que imaginamos, sino también más extraño de lo que podemos imaginar. Y la cosmología es el paradigma del conocimiento puro. No sirve para construir armas, ni para diseñar fármacos ni para predecir riesgos. Ni siquiera causa fluctuaciones bursátiles. Las sociedades humanas parecen funcionar exactamente igual, se crean suspendidas en un universo estático o se consideren arrastradas por una expansión cósmica en vertiginosa aceleración.
Pero esta historia consistente del todo que comienza a desprenderse de las mediciones del satélite WMAP representa también un tributo al tesón de los humanos. Una especie insignificante en el designio universal -al final, polvo de estrellas-, capaz de lo más miserable y, simultáneamente, de mantener despierto a lo largo de los siglos el ansia por conocer en qué consiste el vasto y enigmático laberinto físico en que le ha tocado vivir.
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