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Columna
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Restricciones

Las palabras y su sentido están sujetos a muchos condicionamientos, que indican la viveza del idioma. El vocablo "malandrín", que significó perverso o bellaco, quizá lo asociaríamos hoy con un flan de leche y huevo, fabricado sin huevos y sin leche, pero con mucha publicidad. En nuestros días las restricciones van ligadas a medidas internacionales coercitivas o a represiones en el comportamiento privado. Para quienes vivimos en Madrid los remotos tiempos de la posguerra civil y sus secuelas -que con tanto regodeo comentan quienes no las conocieron- son lejanas experiencias que flotan en el domesticado mar de la ternura y la memoria. Quiero decir que los peor o más duramente afectados ya no están en este mundo o se encuentran en las orillas del olvido. Han pasado casi 65 años y lo que tienen las situaciones excepcionales de singular es que son excepcionales.

Aún queda gente que, como yo, superábamos apenas la veintena, en los años cuarenta, cuando el cuerpo ha dejado de ser frágil y aún no ha comenzado a ser vulnerable. En parte le doy la razón a Dante Alhigieri cuando califica de mayor dolor a la memoria de los tiempos felices en la miseria, pero reclamo el bálsamo del olvido para los tiempos miserables del pasado.

De aquél duro periodo se recuerda el vigor que recorría las venas, lo accidental de las penalidades, la capacidad de adaptación ante la adversidad, la intacta y renovada aptitud para sentir amor, amistad, emulación y las remotas y entrevistas compensaciones en la vida profesional, personal y social. Época dura que quizá no se deba olvidar, pero sí dejar instalada en lugar que no nos estorbe, ni a nosotros ni a los que llegaron detrás. Siempre pensé que eran una estúpida y bien sonante frase aquella de que los pueblos que no tienen memoria están condenados a repetir sus errores, porque la historia jamás se repite, ni en lo malo ni en lo bueno.

Alguna vez, con vetusta gente de mi edad, repasamos aquel trecho prístino de nuestras vidas, con un punto de nostalgia, justo porque ya no volverá y nos viene a la mente la espuma de los ratos gustosos y felices con cierta indulgencia hacia los aciagos y penosos. Entre ellos, las restricciones, hoy difícilmente imaginables por la gente nueva. De agua, de luz, de alimentos, de mínimas y gratuitas libertades. Recordamos las grotescas y vergonzosas cortapisas impuestas por una inerte e hipócrita moral de sacristía. Claro que alguna vez el guardia nos hizo levantar en la playa para imponernos el albornoz, y perseguían, sin encarnizamiento, es cierto, las innumerables casas de citas y restaurantes con reservados que menudeaban en Madrid.

Hoy lo vemos por el lado sumamente ridículo y estulto que los menos imponían a la mayoría. Comentamos los trucos y tretas nacidos de la necesidad, aquel convenio inmoral entre unos vencedores atareados y un pueblo menesteroso e imaginativo, una débil presión fiscal y una deliberada y clandestina desobediencia civil.

El enteco nivel de los pocos embalses forzaba unas restricciones eléctricas que dejaban sin energía a nuestra ciudad durante varias horas al día y aquella carencia tenía una respuesta subliminal: buena parte de los ciudadanos, los pequeños comercios y las empresas familiares trucaban los contadores de la luz, contra lo que poco podían hacer los numerosos inspectores de la compañía.

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Entró cierta mañana en una modesta mercería, el temido controlador, con ánimo de pasar a la trastienda. El dueño o encargado, avisó: "Espere que quite la trampa".

Aquello provocó el atlético salto del visitante que cayó al sótano por el acceso que en ese momento estaba levantado. Las limitaciones incluían el servicio del gas que tenía consecuencias mortales por no existir, a nivel doméstico, detectores de tan letal fluido y eso costó la vida de personas descuidadas. No había mantequilla, el pan era una amalgama desconocida, el aceite venía de estraperlo, comprábamos la leche maternizada para los hijos en el mercado negro y el café era el sucedáneo de algo inclasificable y, con muchas probabilidades, venenoso. Muchos tenían familiares encarcelados, con muertos en ambas zonas, la censura de prensa y de libros era tan dura como estúpida, el país estaba en la ruina y Madrid era una ciudad hosca, incómoda, desabastecida de carbón y terriblemente fría en esta época.

"Pero -decimos en la tertulia mirando el confortable rojo oscuro de la copa de vino- teníamos sesenta años menos".

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