El chivo y la inocencia
El eslogan "Banyoles és innocent" no suena bien. Está fuera de toda duda que un par de ciudadanos de esta población, los propietarios de la desdichada L'Oca, abusaron de la confianza de aquellos cándidos y ancianos clientes que pagaron con su muerte una avidez a todas luces culpable. El eslogan no suena bien porque la inocencia del inocente no se defiende mezclándolo en un totum revolutum con el patriotismo local herido. Al contrario. Al inocente se le defiende aislándolo de cualquier otra adherencia sospechosa o discutible.
El eslogan "Banyoles és innocent" no suena bien, y, sin embargo, puede entenderse. La racha de desgracias públicas que está soportando esta población es excesiva. Durante años, habiendo sido pionera en la acogida de inmigrantes africanos y modélica, dentro de lo que cabe, en sus intentos de promover su integración, apareció Banyoles, gracias a la fácil utilización de los símbolos, como un lugar racista y grotesco. No valoremos este espinoso y felizmente resuelto caso, pero recordemos que un símbolo de la museística del pasado sirvió para cegar, ante la opinión pública, la noble realidad de una población que había trabajado denodadamente por la integración de los nuevos emigrantes. El terrible naufragio llegó acto seguido. Un diluvio de críticas sobre una ciudad ya mojada.
Un nuevo diluvio de vergüenza con suplemento de tragedia. Banyoles no solamente aparecía como racista, también representaba el colmo de la chapuza turística. Este tópico, que seguirá pesando hasta que no acabe el vía crucis judicial, también es falso. Podía haber sucedido en cualquier punto de la costa en el que embarcaciones parecidas, llenas hasta los topes e inclumpliendo todo tipo de normas (no sólo las de la seguridad), proponen a los turistas de alpargata un paseo marinero. Pero sucedió en Banyoles. Y Banyoles fue bombardeada por la opinión pública española, de vieja tradición hipócrita, que acostumbra a apedrear verbalmente al pecador atrapado en pecado, indiferente al hecho de que este pecado sea perfectamente común. Y fue bombardeada asimismo por la opinión pública francesa, que reclamó una solución expeditiva. No suena bien, por lo tanto, el eslogan pero puede entenderse. Están defendiendo su autoestima.
Y sin embargo es a Josep Alsina, el concejal destrozado por este caso, al que es urgente defender. Sólo a él. No sé si "Banyoles és innocent", pero Josep Alsina sí lo es, aunque los jueces se empeñen en lo contrario. Se alzan estos días voces que recuerdan a Montesquieu y defienden la independencia del poder judicial. ¡Qué más quisiera Alsina que la separación de los tres poderes que Montesquieu definió como ideal del Estado democrático! Pero el hecho es que hay, en el fondo no escrito de este caso, un rosario de sospechas que permiten deducir que el Gobierno ha estado presionando fortísimamente a los jueces para conseguir liberar a la Marina Mercante de toda responsabilidad. Cuando, después de la instrucción, la Audiencia Provincial sobreseyó (apartó del caso) a Alsina, el Supremo, con una celeridad inédita, en un plazo asombrosamente corto, volvió a imputarlo. No hay que olvidar las frecuentes visitas de jueces franceses y el precio de las relaciones intergubernamentales, así como las amenazas que realizaron los familiares de las víctimas en el sentido de promover el boicot turístico a España si el caso no se cerraba con una condena en toda regla. Era obvio que una institución pública debía proteger las indemnizaciones de las víctimas. Y ahí está Josep Alsina y, en su defecto, el Ayuntamiento, para cargar con las presiones políticas y económicas francesas y para encajar, con sus frágiles e innomidadas espaldas, lo que el Estado no ha tenido la gallardía de encajar. Alsina, ínfimo concejal de pueblo, destrozados ya antes de ir a prisión su vida familiar y su patrimonio, es el clásico chivo expiatorio que permite a una sociedad chapucera tapar con el mínimo coste sus vergüenzas. Una vez más paga el más débil. No el Estado, no los políticos con mayúsculas que comen diariamente en caros restaurantes. Paga este hombre honesto y desconocido por haber dado un permiso administrativo. Y paga penalmente, barbaridad jurídica contra la que debe lucharse con todas las armas, puesto que con las estrictamente jurídicas y ante la presión del Estado, a Alsina le están metiendo en una novela de Kafka.
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