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En el nombre de Banyoles y...

Los hechos son conocidos: una sentencia judicial ha condenado a dos años y seis meses de cárcel al ex concejal José Alsina, como responsable -por su cargo municipal- del naufragio en el que murieron 21 jubilados franceses, en octubre de 1998. La misma pena ha sido impuesta a Bartomeu Gayolà y Simón Rodríguez, propietarios de la barca cuya manipulación fue la causa de la tragedia. Asimismo, los tres condenados y el Ayuntamiento de Banyoles deberán responder solidariamente, hasta donde no alcance la cobertura de las aseguradoras, de indemnizaciones por valor de tres millones de euros.

Me ha sorprendido la dureza de la condena contra el ex concejal, por ser igual a la impuesta a los otros dos imputados, y pienso que podrán alegarse buenas y sólidas razones, en el recurso que lógicamente se interpondrá, para deslindar la distinta naturaleza y el diverso alcance de la implicación en los hechos por parte de Alsina. Ahora bien, aún me ha sorprendido más la reacción del consistorio, que -en nombre de Banyoles- ha hecho un llamamiento a la movilización ciudadana, como si de Fuenteovejuna se tratase, y ha anunciado la celebración de múltiples contactos políticos, para combatir una sentencia que considera injusta. Es cierto que el alcalde confía en que esta campaña no se interprete como un intento de presionar a la justicia; pero lo cierto es que, cuando reclama una "solución política" ante lo que considera una "injusticia", está conculcando el fundamento más profundo de esta construcción jurídica que llamamos Estado de derecho. Las sentencias se recurren, pero no se desvirtúan mediante pretendidas "soluciones políticas", que no son otra cosa que un trato de favor o privilegio en aras de la impunidad.

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Con todo, la reacción del alcalde y de los ciudadanos de Banyoles que comparten su criterio resulta explicable, aunque errónea, habida cuenta de los vínculos de vecindad que les unen al concejal condenado. En cambio, lo que no resulta admisible es la reacción de algunos políticos. Porque nada se puede objetar a la lícita afirmación por parte de cualquier ciudadano -político o no- acerca de que considera injusta una sentencia y se propone prestar toda la colaboración que le sea posible con tal de facilitar la interposición de cuantos recursos quepan contra ella. Pero lo que sí constituye un grave error es que ciertos dirigentes -tras tildar la sentencia de "cacicada"- hayan anunciado su apoyo a las movilizaciones y protestas ciudadanas concretadas en la campaña "Banyoles és inocent". El político que, más allá de su derecho a considerar injusta la sentencia y colaborar en el recurso contra ella, ampara y se adhiere a una acción encaminada a buscar una "solución política" demuestra ser un irresponsable. En efecto, mientras haya hombres y mujeres sobre la tierra existirán entre ellos conflictos de intereses y se generarán responsabilidades de unos frente a otros, a causa de los actos de cualquiera de ellos. Aquellos conflictos y estas responsabilidades se dilucidaban, al comienzo de la historia humana, según la ley del más fuerte. El primer atisbo de regulación se manifestó en el brutal principio de ojo por ojo y diente por diente; y sólo después de un largo recorrido se logró la convención -el acuerdo- de que las cuestiones que enfrentaban a los miembros de una comunidad se resolviesen por un tercero -un juez-, de acuerdo con unas normas y con sujeción a un procedimiento. Esto y no otra cosa es un juicio: una contienda ritualizada bajo el control de un magistrado, cuya resolución -la sentencia- ha de ser acatada y cumplida, después de agotados todos los posibles recursos y revisiones que se establecen. A este respecto, ha escrito Álvaro d'Ors que "corresponde a un sentimiento humano el no conformarse con una primera decisión judicial desfavorable, y de ahí que exista la posibilidad de apelación ante un tribunal superior, pero sin exceder del último o supremo, cuyas sentencias ya no son apelables".

La invención -el hallazgo- del juicio, como forma de dirimir los conflictos, fue una enorme conquista del espíritu humano; pero constituyó sólo una primera etapa. Fue preciso esperar hasta la Revolución Francesa, para que quedasen consagrados dos principios básicos, sin los que resulta ilusoria la realización de la idea de justicia. El primero de estos principios es el de supremacía de la ley -de una única ley-, que a todos nos hace libres y a todos nos iguala, porque no distingue entre nobles y plebeyos, entre ricos y pobres, entre políticos y ciudadanos del común. El segundo principio es el de separación de poderes, que atribuye la resolución de los conflictos a unos jueces independientes del poder legislativo y del ejecutivo.

La supremacía de la ley y la independencia de los jueces siempre han repugnado a los poderosos, porque menoscaban la situación de privilegio que les proporcionan su riqueza y su poder. Desde esta perspectiva debe contemplarse, por ejemplo, la negativa de EE UU a ratificar el Tratado Penal Internacional. ¿Cómo es posible que los diplomáticos y soldados americanos queden sometidos a la misma ley que el resto de los mortales?

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No caben retrocesos en la aceptación del juicio como forma de dirimir conflictos, acatando -tras todos los recursos que procedan- el veredicto de un juez independiente, que aplique la misma ley para todos. Así cabe pedirlo, en nombre de aquellas 21 personas que una mañana no retornaron de la modesta singladura que habían emprendido. Su historia terminó, aquel día, para siempre.

Juan-José López Burniol es notario.

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