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Columna
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Psicoanálisis de Sadam

El espíritu popular norteamericano rehuye las consideraciones generalistas mientras ama lo individual. Incluso los acontecimientos protagonizados por una heterogénea colectividad se traducen en una única narración personal. Ésta es la regla de oro de su narración, la base de su industria de comunicación y hasta el código para el entendimiento de la política. Que el régimen en Irak sea una cruel dictadura es irrelevante en esta historia de suspense. El problema es un solo hombre, de manera que si Sadam Husein muriera, lo mataran o se exilara, el problema concluiría. No importa gran cosa que el despotismo inhumano llegue a manos de otro personaje de catadura igual. Lo decisivo es que no sea él; este tipo abyecto que desafía al hijo del Imperio y, personalmente, al hijo de Bush. En esta función, Sadam Husein constituye, sin ambages, el rostro del mal, "la otra cara de la interdependencia" que decía Clinton, la part du diable. No siempre fue así y este sátrapa sesentón recibió miles de dólares cuando guerreaba contra Jomeini en Irán, pero desde su invasión de Kuwait en 1990, ahogado de megalomanía y sed de gasóleo, Estados Unidos le salió al paso y empezó la primera entrega del telefilme.

Sadam, que posee el aire fosco y frenopático de Stalin, copió precisamente de él sus métodos de vigilancia, delación y terror. Nacido en 1937, sin padre, sin bienes, sin cobijo, su ambición de poder comenzó a hacerse efectiva tan pronto Al Bakr llegó al poder en 1968 y llamó a la gente de su pueblo, Tikrit, para protegerse de los enemigos. Sadam, del mismo Tikrit, desempeñó el puesto de primer perro guardián de Al Bakr, y sus tres hermanos -Barazan, Watban y Sabai- le custodiaron a él. Mientras Al Bakr parecía apocado, Sadam fue crecientemente voraz y de una dentellada lo engulló en 1979. A partir de ese momento, erigido en dios, se hizo construir palacios con un mármol argentino a 4.000 dólares el metro cuadrado, y encargó más de 400 trajes en Ginebra a precios unitarios que habrían permitido vivir a una familia de ocho miembros durante una década. También se casó varias veces más pese a que Sayida Tulfah, su primera esposa y prima hermana, fuera siempre su máxima e indeleble fantasía. Pero por aquel tiempo -se cuenta- ya era inicuo y odiado. Necesitaba no sólo de un doble para librarse de los magnicidios, sino de cuatro o cinco, tan difíciles de orquestar que a veces surgían simultáneamente en varios lugares distantes. Más todavía: sus hijos, sus mujeres, sus hermanos, sus lugartenientes, requirieron contar también con otros dobles de manera que si alguno de ellos llegara a ser eliminado se abriría un conflicto de apariencias que obstaculizaría seriamente una dilucidación veraz.

¿Veraz? Pocos elementos del conflicto iraquí pertenecen ya al orden de la verdad. La guerra de Irak es, antes que nada, un hecho "inverosímil". No significa esto que sea improbable, pero, incluso si llega a realizarse, parecerá "increíble". Hoy mismo esta guerra en perspectiva tiene el aspecto de algo "artificial" o de "cosa inventada" y cuando tenga lugar -si llega el caso- no sobrevendrá con el carácter de una fatalidad, tal como corresponde a las verdaderas catástrofes, sino como un artículo prefabricado. En otras palabras: la guerra aquí ya no estalla, sino que se produce. No obedece a un destino insoslayable, sino que día tras día se muestra como un hecho donde se pierde la inmediatez de lo real para adquirir la mediación de lo fingido. Gracias a eso puede pensarse que la guerra no sucederá jamás o sucederá sólo falsamente, "mediáticamente". Puede pensarse, en fin, que la guerra se verá culminada cuando la amenaza logre su punto máximo y sin necesidad de hacerla efectiva. De esta manera la historia desembocaría en un colofón feliz. Un happy end con el triunfo "espiritual" de los cruzados y la simbólica eliminación del mal.

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