Casas u olvido
Dime qué buscas en las ciudades y te diré quién eres. Esa verdad la inventé hace algunos años y, desde entonces, cada vez que alguien hace un viaje a algún lugar, le pregunto qué vio allí, para intentar adivinar quién es: hay quienes te hablan de restaurantes y comidas; los que gustan de deambular por los cementerios en busca de las tumbas de las personas célebres y dicen yo le puse un cigarrillo a la estatua de Gardel en Buenos Aires, mira esta foto mía en el camposanto judío de Praga, en la tumba de Kafka o aquí se nos ve a toda la familia en la Plaza Roja de Moscú, en la entrada al mausoleo de Lenin; hay viajeros que prefieren los museos, los barrios pobres de cada sitio; los hay que visitan los Parlamentos, los grandes almacenes, los parajes históricos donde se libró una batalla o se firmó un tratado; los hay que buscan por encima de todo los fenómenos naturales, ríos, playas, desfiladeros, volcanes o cataratas. En mi caso, lo que más me gusta es visitar las casas de los escritores. Nada como eso, como ver por dentro las vidas de Isak Dinesen, cerca de Copenhague, la de Lorca en Granada, la de Neruda en la costa chilena de Isla Negra o la de Julio Herrera y Reissig en Montevideo. Ver sus camas, sus libros, sus mesas, sus cuartos de trabajo o sus sillones. Ver sus sombreros, sus gafas de leer, sus plumas estilográficas o sus discos. Para mí, no existe mejor recuerdo de una ciudad y, de hecho, ya estoy deseando ir a Santiago de Compostela a ver la Fundación Gonzalo Torrente Ballester, recién inaugurada, y a pasar un rato en la máquina del tiempo que será ese lugar donde vivió el autor de mi queridísima novela La saga / fuga de J. B.
Escribo este artículo desde La Habana, que es una ciudad de belleza dormida que ha notado cuántas personas iguales que yo hay en el mundo y, en consecuencia, ha empezado a reconstruir las casas de sus escritores, para convertirlas en museos, fundaciones y, sobre todo, lugar de peregrinación de los lectores. Estos días, mientras otros se subían a la fortaleza de San Carlos de la Cabaña a ver el cuartel general del Che Guevara, sus condecoraciones, su subametralladora Herstal y su fusil M-1, yo pasé por la casa humilde y emocionante de José Lezama Lima, en la calle Trocadero, imaginé al poeta escribiendo Paradiso o Dador en ese espacio diminuto, mientras oía cacarear, en el pequeño patio interior del bloque de viviendas popular, a los gallos de pelea que crían los vecinos del piso de arriba. Visité, naturalmente, la casa de José Martí, la villa fastuosa de la premio Cervantes de literatura Dulce María Loynaz -que se está restaurando, como tantas cosas que le hacen a uno sentirse orgulloso, con la ayuda de las instituciones españolas- y la famosa Finca Vigía de Hemingway en San Francisco de Paula, a unos treinta kilómetros de la capital.
La casa de Hemingway es, junto a las de Isak Dinesen cerca de Copenhague y Neruda en Isla Negra, la más extraordinaria que conozco: es una propiedad de cuatro hectáreas, con un jardín majestuoso lleno de ceibas, pinos, palmeras reales y ficus gigantescos y una serie de habitaciones hermosas, repartidas entre el edificio principal, una torre y un bungalow, abarrotadas de la vida de Hemingway, desde sus más de nueve mil libros a sus espejuelos, como los llaman aquí; desde su máquina Royal, en la que mecanografiaba sus manuscritos, siempre de pie, hasta sus condecoraciones como soldado, sus colecciones de armas blancas, objetos de la tribu masai o carteles de toros y las cabezas de los animales que cazó en África o Wyoming y que van del kudu que le quiso comprar Mussolini enviándole un cheque en blanco, el búfalo cafre que sale en su cuento legendario La increíble vida de Francis Macomber. Qué adentro de todos los libros que escribió o terminó aquí se siente uno en Finca Vigía, qué dentro de ¿Por quién doblan las campanas?, Fiesta, El viejo y el mar o Al otro lado del río y entre los árboles.
Madrid es una ciudad que no le ha hecho demasiado caso a las casas de sus escritores y a la gente que buscamos por el mundo sus huellas, nos gustaría tanto que lo que acaba de hacérsele en Santiago de Compostela a Torrente Ballester se le hiciera en la capital a Pío Baroja, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre o Pérez Galdós, por poner cuatro ejemplos imprescindibles. Los extranjeros que llegaran a Madrid y pudieran internarse en las horas privadas de ésos y otros escritores, abandonarían la ciudad como yo voy a abandonar mañana La Habana: maravillados, conscientes de haber estado a la vez en el presente y el pasado. ¿Qué más puede pedírsele a un viaje?
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