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Columna
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La guerra de Sharon

Los dos últimos años de la gobernación de Israel han sido extraordinariamente fructíferos para los objetivos de la gran derecha sionista. Y la culminación de esos propósitos es de prever que se produzca con la guerra de Irak.

El 6 de febrero de 2001, un ex general, abrupto, físicamente imponente hasta lo opresivo, con un historial de extrema dureza antipalestina y, presuntamente, peso ligero de lo político, ganaba las elecciones. El laborismo, o izquierda oficial, había gobernado con el binomio Isaac Rabin-Simón Peres, de 1992 a 1996; le había sucedido la derecha radical con Benjamín Netanyahu; el laborismo volvía al poder con el ex militar Ehud Barak; y parecía que, a la vista de la imposibilidad de que unos y otros alcanzaran la paz, de lo que, en todo caso, se culpaba a la Autoridad Palestina, parecía que tocaba nuevo vaivén electoral con la victoria del líder del Likud, Ariel Sharon.

Y no se le elegía ya para hacer la paz, sobre lo que nadie le reconocía especiales inclinaciones, sino para sofocar la segunda Intifada. Sharon ganaba entonces con la abstención de un tercio del electorado -la izquierda del laborismo, la izquierda, y los palestinos israelíes-, lo que desmejoraba un tanto su victoria -algo más del 60% de votos de algo más del 60 % del electorado-. La sabiduría convencional del momento calificó el caso de indisposición pasajera; trastorno mental transitorio del votante, más debido al desmanejo de sus predecesores que a los méritos de Sharon. Y dando la razón a posteriori a sus críticos, en los dos años de mandato del líder nacionalista la economía ha caído; ha crecido la polarización con el hundimiento de la izquierda oficial y el auge de partidos teocráticos y sectoriales; ha seguido medrando el terrorismo palestino; Jerusalén-Oeste ha pronunciado el fin del proceso de Oslo y se halla más lejos que nunca la paz. ¿Cuál ha sido, por todo ello, el éxito de Sharon?; ¿por qué se le ha reelegido el pasado 28 de enero, bien que con el mismo sucinto resultado de dos tercios de un tercio de adultos israelíes?

Su primera victoria ya es ésa, la de haber exiliado a buena parte de los votantes en un país donde el sufragio había sido siempre un deber cívico-militar, que es, además, la única razón por la que Sharon ha obtenido macroindicadores tan satisfactorios. Con la izquierda y los árabes en juego, el jefe del Likud puede seguir ganando, pero apretadamente, como corresponde al mapa político de Israel.

Y en segundo lugar está el 11-S, que se produjo al medio año de que Sharon buscara a tientas una aguja de marear para su Gobierno. Pero con una intuición que no le suponían sus adversarios y no creían imprescindible sus partidarios, supo ver en la nueva etapa que inauguraba el presidente Bush II, abocada a lograr la dominación universal de Estados Unidos, la oportunidad de amalgamar el imaginario de diferentes terrorismos. No sólo que el líder iraquí, Sadam Husein, fuera un enemigo común de Washington y Jerusalén-Oeste; no sólo que Al Qaeda amenazase tanto a la hiperpotencia como a Israel, sino, mucho más, que el terrorismo de Bin Laden y el de Hamás resultaran ser sustancialmente el mismo terrorismo. De ahí se ha deducido, tras un raro ballet de vacilaciones diplomáticas, el alineamiento de la política norteamericana con las posiciones de Sharon, en su exigencia de que el líder palestino, Yasir Arafat, se retire como precondición para tampoco hacer la paz, y, sobre todo, en la aceptación de la idea de un Estado palestino, pero de extensión, naturaleza y atributos básicamente otorgados por el Estado de Israel.

Y el ápex de esa estrategia es la guerra contra Irak, que determinará lo que ofrezca el líder israelí a guisa de paz.

Ésa es la política de Sharon; la de que le vayan eliminando obstáculos del camino; y, por eso, también, se le ha vuelto a elegir. Si Estados Unidos va a destruir el régimen de Sadam Husein, ¿es verosímil que el votante israelí elija al candidato laborista, el afable negociador Mitzna? Si Washington compra la política de Sharon, ¿cabe pensar en otro candidato? Y que Arafat y Hamás rueguen al Todopoderoso que a Bagdad no se le ocurra bombardear Israel porque entonces, con gran probabilidad, se desplegaría el Sharon-plus, con dos, en vez de una guerra sin cuartel, la de Irak, y la de Palestina. Por todo ello, la contienda que hoy se avizora inevitable es, también, la guerra de Ariel Sharon.

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