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Columna
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El silencio de los arquitectos

Después del Congreso de la UIA (Unión Internacional de Arquitectos), celebrado en Barcelona en 1996, la arquitectura y el urbanismo en Cataluña han ido perdiendo paulatinamente capacidad de presencia y debate. El compromiso colectivo e institucional que durante los primeros años de la democracia había conseguido el reconocimiento internacional de la arquitectura catalana se ha ido diluyendo hasta llegar en la actualidad al momento de menor relación e implicación con la sociedad y al más flagrante silencio de los arquitectos. Aunque existen algunos que de manera individual opinan escribiendo regularmente en los medios de información (Oriol Bohigas, Juli Capella, Josep Oliva, Maria Rubert de Ventós, Josep Parcerisas, etcétera) y existen arquitectos gestores culturales con voluntad de mediación y enlace entre disciplinas e instituciones (como Manuel Gausa, Alberto Estévez, Félix Arranz y otros), el colectivo de arquitectos como tal está hoy más ausente que nunca de la sociedad a la que pertenece. Sólo hace falta recordar su incapacidad para tener voz en el debate urbano y cultural sobre la biblioteca y los restos arqueológicos en el Born que se desarrolló a lo largo del año 2002.

Y no se trata de un problema de calidad de lo que se realiza actualmente, sino de capacidad de investigación y debate, de comunicación y promoción. Hace falta el soporte institucional que existió en otras épocas para conseguir que a la ciudadanía se le expliquen bien los proyectos urbanos y para divulgar los valores de la arquitectura; es imprescindible que se vuelva a proyectar hacia fuera y hacia adentro lo que se realiza y se cuestiona en Cataluña.

No es fácil llegar a un acuerdo sobre cuáles han sido las causas de esta decadencia, ausencia y silencio, una discusión que Oriol Bohigas y yo hemos iniciado en la páginas del periódico Avui (22 de diciembre de 2002, 5 de enero de 2003 y 14 de enero de 2003). Uno de los hechos que más sorprende es que el colectivo de arquitectos no sea capaz de agruparse en torno a una serie de puntos básicos, que todo técnico consciente de las coordenadas del mundo a principios del siglo XXI debería tener como esenciales: la defensa de la calidad de la arquitectura y de la experimentación de nuevas tipologías para los nuevos programas; el énfasis en la conservación y revitalización del patrimonio arquitectónico; el fortalecimiento de la cultura urbana del espacio público y del transporte público; la búsqueda de una arquitectura sostenible, que respete el medio ambiente, recurra a energías renovables e incluya el proyecto del paisaje en sus competencias; la insistencia en la función social de la arquitectura, su relación con la colectividad y su papel trascendental en la configuración de los lugares para habitar y trabajar, por tanto, la responsabilidad del arquitecto en el problema actual de la vivienda; la creación de órganos de coordinación entre instituciones profesionales y escuelas de arquitectura.

¿Deberemos reconocer, definitivamente, que para una buena parte de los arquitectos ya no existen principios éticos y sólo les mueven los intereses económicos? ¿Debemos aceptar que los arquitectos catalanes han renunciado a toda capacidad de ser exigentes con las administraciones por miedo a perder los encargos públicos?

A pesar de este panorama decepcionante, un grupo de arquitectos jóvenes, pertenecientes a las generaciones nacidas entre 1960 y 1970, ha conseguido realizar en los últimos años obras de gran interés y valor, en algunos casos reconocidas con premios. Se trata de los equipos y autores Aranda / Pigem / Vilalta, Capella, Salvadó / Aymerich, Roldan / Berengué, Ferré / Domingo, Alday / Jover Biboum, Coll /Leclerc, Miàs, BOPBAA, Bailo / Rull, Llobet, Gili Galfetti, Valor, Bustos / Regusci / Grau, Capdeferro / Blancafort, Muro, Pich Aguilera, Baena / Casamor / Quero y Bennasar, entre otros, arquitectos cosmopolitas que saben combinar la seriedad de la práctica real con la experimentación de nuevos edificios y condiciones, los trabajos grandes con las intervenciones modestas y provisionales.

Pero si estos arquitectos son cultos, parten de preocupaciones sociales, actitudes éticas y compromisos políticos, y poseen una fuerte voluntad de experimentar, el peligro está en que en este ambiente de individualismo y competitividad salvaje y en esta situación de abandono de las responsabilidades de las instituciones, surjan las generaciones de arquitectos ultraliberales, tecnocráticos y apolíticos, preocupados sólo por el éxito económico y mediático que la actual economía de la globalización pide, convirtiendo la figura del arquitecto como técnico e intelectual culto, sensible y comprometido en una reliquia del pasado. Por tanto, deberían crearse las condiciones para que los equipos de arquitectos que defienden unos valores no sean engullidos por la vorágine neoliberal.

De hecho, es un fenómeno que sucede globalmente: la profesión de arquitecto, en total crisis y trasformación, está perdiendo su cohesión teórica y su capacidad de influencia en la realidad. La única diferencia estriba en que en otros contextos, como Francia o Holanda, son mucho más conscientes de ello y hace tiempo que buscan alternativas, creando nuevas instituciones y publicaciones, promoviendo archivos y museos, promocionando a sus arquitectos, especialmente a los jóvenes. Mientras, aquí predomina colectivamente el silencio de unos arquitectos y el absentismo de unas instituciones que han olvidado que la falta de debate cultural de hoy va a llevar a la falta de calidad y protagonismo de mañana.

Josep Maria Montaner es arquitecto y catedrático de composición arquitectónica en la Escuela de Arquitectura de Barcelona.

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