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Ceguera intolerable

En la ideología dominante en el Estado español están presentes una serie de preconceptos sobre los diferentes países que lo integran. La simple referencia a la Castilla histórica provoca una reveladora exaltación. En relación con Galicia, en esa ideología subyace la del país gallego como un país no sólo sometido, sino también sumiso, política y socialmente conservador, incapaz de reaccionar frente a la marginación externa o el poder clientelar interno, de manera que sus intereses pueden ser marginados, ignorados o aplazados por el poder político.

Choca este arraigado estereotipo con una realidad política distinta, puesta en evidencia singularmente por el hecho de que seis de las siete principales ciudades gallegas estén gobernadas por la izquierda, cinco contando con la presencia del nacionalismo, y perteneciendo a él los alcaldes de tres de ellas: Vigo, Pontevedra y Ferrol. No existe en el Estado español un ejemplo semejante de dominio político urbano de la izquierda. El hecho de que el PP ostente el Gobierno gallego no hace más conservadora a Galicia que a la Valencia de Zaplana y de Barberá o al Madrid de Gallardón y Manzano, desde donde se acostumbra a proyectar esa idea sobre Galicia. El preconcepto de Galicia como la reserva de la derecha española ni siquiera tiene un fundamento histórico. El dominio municipal de la izquierda democrática no es nuevo, sino que refleja la recuperación por la sociedad gallega de posiciones que ya había conquistado en la Segunda República: el 18 de julio de 1936 todos los alcaldes de las siete ciudades gallegas pertenecían al Frente Popular y todos sufrieron una despiadada represión: algunos de ellos, como el alcalde de Santiago de Compostela, del Partido Galeguista, Anxel Casal, fueron asesinados por mantenerse fieles al régimen democrático. No está de más recordar que en ese momento, si fue gallego el jefe militar de los sublevados, también lo era el primer ministro del Gobierno del Estado.

Este imaginario sobre lo español, que hoy el PP pretende encarnar "sin complejos", con todas las consecuencias económicas y políticas que ello conlleva, condiciona las decisiones del PP, y no sólo de este partido. No comprenden que el territorio del Estado español es, geográfica y culturalmente, tan atlántico como mediterráneo, y mucho menos que la faja atlántica peninsular galaico-portuguesa, con 14 millones de habitantes -y ya no digamos si sumamos los países peninsulares del Cantábrico-, tiene más habitantes que el Mediterráneo español. Tampoco reconocen el carácter específico de la estructura política y de las circunstancias económicas y sociales gallegas. En la política europea las autoridades del Estado llegan a calificar a la flota pesquera española, básicamente gallega y atlántica, como flota de un país mediterráneo.

No hablemos de la ideología del Estado respecto de la diversidad lingüística interna. Ni siquiera pueden comprender sin entrar en crisis el carácter de la lengua gallega, tan universal como el castellano a través del portugués y del brasileiro. Sólo en este contexto se puede explicar la inmensa torpeza con la que Aznar y su Gobierno trataron el problema del tráfico marítimo de mercancías peligrosas frente a las costas gallegas y la catástrofe del Prestige. No formaba parte de su conciencia política, y no sentían la necesidad de que así fuese, el hecho de que frente a estas costas circule una parte fundamental del comercio marítimo mundial de mercancías peligrosas en relación con Europa, ni el rosario de accidentes marítimos que convirtieron a Galicia en el país más afectado del mundo por este tipo de desastres. No habían tenido en cuenta las circunstancias gallegas en su política europea, ni siquiera cuando en el primer semestre del año 2002 presidían la Unión y se consideraba en el Parlamento y en el Consejo Europeo la legislación provocada por el accidente del Erika en Bretaña. Cuando se entrevistó con Chirac después del accidente, Aznar ignoraba todo sobre este fundamental asunto. De facto, como si se reconociese que históricamente a Galicia le hubiese correspondido otra realidad política, en la vertebración económica y de comunicaciones de la Península, desde el siglo XIX hasta hoy, tanto en la duradera monarquía caciquil como en la dictadura, y también inercialmente en la democracia de 1978, en la política del Estado, a Galicia siempre le correspondió ser la última, cuando ya resultaba difícil, si no imposible, recuperar las oportunidades de un justo y posible desarrollo económico. Esto y ninguna otra cosa explica el relativo atraso económico de Galicia, donde existen, a pesar de todo, relevantes ejemplos empresariales.

La derecha política, y otras instituciones gallegas, desde las de ámbito económico hasta, lamentablemente, la Iglesia, se sometieron tradicionalmente a esa ideología estatal, aunque para sobrevivir tuvieran que actuar en determinada clave tibiamente regionalista. Y así hasta hoy. Fraga ni siquiera es un producto de la derecha específicamente gallega, sino de la española. Cuando llegó tardíamente a Galicia no aceptó el carácter nacional del país donde se crió, ni siquiera reconoció expresamente su condición de nacionalidad constitucional, aunque fue consciente de la necesidad de asumir cierto regionalismo desde el Estatuto de Autonomía, incluso hablando malamente la lengua gallega. La catástrofe del Prestige, con la actuación ciega e intolerable de Aznar, que negó expresamente el Estatuto de Autonomía y el papel que en él se le otorga al presidente del Gobierno gallego, acabó incluso, posiblemente de forma definitiva, con las últimas apariencias regionalistas y de hombre conseguidor de Fraga. Y también con su PPG. La alarmada petición de Fraga a su partido de ayuda para permitirle retirarse con dignidad constituye una constatación postrera de esta realidad. La reciente crisis del Gobierno gallego no fue más que la manifestación de su impotencia y de su sometimiento al PP central. Con ellos, el Consejo de Ministros de agosto acabaría celebrándose una vez al año en Meirás.

Para los gallegos que desde los años sesenta empeñaron su vida en recuperar la tradición democrática y nacional de Galicia, manifestada con fuerza en los raros periodos de libertad de la historia contemporánea española, como para los que conocen la realidad gallega, aun no esperando que alcanzase la amplitud, vitalidad e imaginación demostrada, no constituyó una sorpresa la movilización que se produjo frente a la catástrofe, concentrando una energía que se manifiesta habitualmente tanto en relación con los problemas que afectan particularmente a la sociedad gallega como en el seguimiento de los problemas generales estatales o en los europeos y mundiales. Cuando el Prestige está aún presente como una realidad y una amenaza, para los millares de personas que participaron en el esfuerzo de la sociedad gallega, para los que en todo el Estado vieron la actuación del pueblo ante la adversidad, la idea externa de Galicia ya no se asemejará, esperamos también que nunca máis, a la que guió las acciones de José María Aznar y de Manuel Fraga. Mostrando lo que es la sociedad gallega, la respuesta democrática y popular contribuye, así, desde Galicia, a la convivencia y al respeto a la diversidad en el conjunto del Estado.

Camilo Nogueira es diputado en el Parlamento Europeo por el BNG.

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