¿Existe Europa?
Acabamos de celebrar, modestamente por otra parte, la entrada de nuevos países en la Unión Europea. Estos países esperaban ser recibidos con cierto entusiasmo, o en todo caso con algunas declaraciones de amistad y fraternidad. No ha habido nada de eso, porque desde hace tiempo las negociaciones debían desembocar y estaban ocupadas ante todo en problemas económicos o técnicos menores. Lo que no impide que a falta de un proyecto de reforma profunda de las instituciones, proyecto que se está elaborando en la Comisión dirigida por Valéry Giscard D'Estaing, Europa sea a la vez más extensa y menos capaz de tomar decisiones. Pero esto ya se había previsto lo suficiente como para no considerarlo una nueva caída. Al contrario, ¿cómo no sentirse impresionado por la impotencia e incluso la ausencia de Europa en el escenario internacional?
Hoy día es visible en Latinoamérica, pero es aún mucho más visible en la amenaza de guerra contra Irak, que plantea en términos inmediatos los problemas del futuro del mundo. En primer lugar, desde sus comienzos, Europa ha perdido toda unidad. Gran Bretaña se ha vuelto a acercar muy claramente a la postura estadounidense, aunque Tony Blair ha encontrado dificultades en su propio partido. España e Italia han manifestado su simpatía por la posición de EE UU. En Alemania, al contrario, el canciller Schröeder sólo ha sido reelegido porque se había comprometido a que no intervinieran fuerzas alemanas en un posible conflicto, y en Francia, cierto orgullo nacional aprobó al presidente Chirac cuando se puso a la cabeza de quienes defendían el papel central del Consejo de Seguridad en ese asunto, frente a toda decisión unilateral tomada por Estados Unidos. Imaginábamos incluso al presidente francés como paladín de Europa, capaz, por qué no, de hacer retroceder el poder estadounidense en nombre del derecho internacional. La falta de capacidad militar de Europa parecía así compensada por su defensa activa del derecho internacional.
¿Hasta dónde llega la posición francesa? Chirac acaba de recordar a los franceses la realidad. Desde luego, corresponde al Consejo de Seguridad tomar las decisiones, pero también se puede pensar que, ante una fuerte presión estadounidense, ningún país europeo, y Francia tampoco, llegaría a la ruptura, hasta el empleo del derecho al veto. Es probable, pues, que en caso de intervención estadounidense, que sigue siendo la hipótesis más verosímil, dada la acumulación de tropas en Oriente Próximo, los europeos más atrevidos, como Francia, se conformen con limitar su presencia y su intervención, lo que será todavía más fácil, ya que no disponen, ni en el ámbito nacional ni en el europeo, de medios de intervención militar lo bastante fuertes para tener acceso a la decisión. Quizá la aceptación por parte de Estados Unidos de los procedimientos de discusión del Consejo de Seguridad no haya sido más que una forma de imponer su presencia. En cualquier caso, Europa, como el conjunto del mundo, está pendiente de las decisiones estadounidenses y las manifestaciones de independencia política, basadas en la defensa del derecho internacional, nunca han llegado a un punto de no retorno, es decir, a la condena explícita de la política estadounidense. Esto se debe en parte a la naturaleza del régimen de Sadam Husein, que ningún país se siente inclinado a defender, y que deja presagiar un derrumbamiento fácil del régimen del dictador en cuanto se desencadene una operación militar. Pero, más en profundidad, no sabemos hasta dónde quieren llegar los norteamericanos: ¿quieren poner bajo tutela a un Irak despojado de su dictador? ¿Quieren, más ampliamente, apoderarse de todo Oriente Próximo y remodelarlo enteramente, incluyendo la imposición de una solución a israelíes y palestinos? Parece difícil que unos riesgos tan considerables no se tomen en función de objetivos ambiciosos. Tampoco parece muy verosímil que no se intente extender la intervención en Irak al conjunto de países productores de petróleo y sobre todo a Arabia Saudí.
Pero no se trata aquí de formular hipótesis sobre la política estadounidense y tampoco de plantearse cuestiones sobre la evolución de la opinión estadounidense, que tras haber apoyado a Bush en las elecciones a mitad de mandato parece, al menos en algunos sectores, manifestar reticencias respecto a una acción militar. Se trata de reconocer que Europa, precisamente ahora que se amplía y cuando, por consiguiente, se vuelven cada vez más difíciles los problemas de su cohesión interna, desaparece cada vez más completamente de la escena mundial. Esta impresión, impuesta por la actitud de los países europeos ante la amenaza de guerra en Irak, se ve aún más reforzada por la indiferencia de Europa frente a Latinoamérica, a pesar de la presencia de intereses económicos considerables en esta región, sobre todo españoles.
El futuro de Latinoamérica depende hoy de la capacidad de Brasil de intervenir en el salvamento de Argentina. Esta tarea considerable requiere el apoyo activo de la Unión Europea. Ahora bien, aunque ésta no se interesa manifiestamente por los países lejanos, acoge a Lula con simpatía, pero como si no fuera capaz de emprender las tareas más difíciles y más urgentes, y como si Argentina fuese insalvable. Hace poco tuvimos una buena prueba de la indiferencia de un gran país europeo cuando Francia, que no había enviado a ningún ministro a la investidura de Ricardo Lagos en Chile, envió a Brasil al último ministro de la lista para asistir a la toma de posesión de Lula. Ninguna declaración puede compensar el efecto desastroso de esta ausencia. Por otra parte, no olvidemos que la defensa de la agricultura europea por medio de un proteccionismo costoso tiene efectos negativos para varios países de Latinoamérica, y en concreto para Argentina.
Es imposible no interrogarse sobre la razón de ser y el futuro de Europa. Durante mucho tiempo, algunos países, y en especial Francia, han visto en Europa la creación de un nuevo Estado nacional, y algunos pensadores, sobre todo alemanes, se entusiasmaron con la formación de una conciencia europea que les protegería de los peligros de la conciencia nacional o nacionalista de su propio país. Todas estas concepciones claras y ambiciosas hoy se han abandonado claramente. Incluso un debate tan interesante como el que ha llevado al ingreso de Turquía, ingreso imprescindible si se quiere que este gran país musulmán se integre en la democracia occidental en lugar de caer en el islamismo agresivo, muestra que la misión de Europa no es de ningún modo intervenir en los asuntos mundiales y tampoco transformarse en un Estado nacional integrado y con una conciencia colectiva fuerte. Europa parece una zona de gestión de problemas de baja intensidad, almargen de los enfrentamientos principales, que gestionan, por un lado EE UU, y por otro, los grupos, por muy débiles que sean, dispuestos a sacrificar su vida y a destruir la de los otros para defender su causa.
Europa se ha convertido en la pequeña burguesía del mundo, preocupada por su bienestar, capaz de manifestar buenos sentimientos, incluso entusiasmo, pero algunas veces también reacciones demagógicas peligrosas como la reciente decisión de los universitarios parisienses de romper sus relaciones con sus compañeros israelíes, que en su país son precisamente los más favorables a una paz negociada y que, además, son una parte importante del sistema internacional de producción científica. Incluso en Francia, donde las relaciones entre judíos y árabes habían sido muy tranquilas durante mucho tiempo, también durante la guerra del Golfo, vemos aumentar el antisemitismo al mismo tiempo que el racismo anti árabe. Todo ocurre como si Europa fuera demasiado débil para responder de forma activa y positiva a los problemas de la situación internacional. Da tantas muestras de buenos sentimientos y voluntad de no intervención como Suecia o Suiza durante la Segunda Guerra Mundial. En estas condiciones, no está claro cómo se pueden elaborar instituciones que den a Europa una capacidad de decisión superior. Si queremos ser optimistas, podemos reformular esta conclusión insistiendo en la urgencia de llegar a una integración política más elevada, y en concreto, a la creación de elecciones propiamente europeas que den al Parlamento Europeo un poder comparable al de los parlamentos nacionales. Pero es imposible razonar hoy como hace cinco o diez años y pensar que la Europa de Prodi sucede a la de Delors sin pérdida de influencia.
Europa ha perdido gran parte de su influencia en el ámbito mundial, aun cuando existe un acuerdo general para que dedique lo esencial de sus fuerzas a la integración de los recién llegados, integración que no es muy difícil en el caso de algunos países de Europa Central, pero que parece una tarea sin fin si se quiere continuar hasta las orillas del mar Negro. Tampoco es cierto que la mayor parte de los países europeos deseen una Europa fuerte, es decir, que disponga de cierto peso geopolítico. Vivimos en un imperio al que se puede decidir pertenecer o en el que se puede desear marginarse, pero, de cualquier manera, las decisiones tomadas por los países europeos ya no parecen decisiones autónomas, es decir, elaboradas en función de la búsqueda de objetivos propios. Europa, o más exactamente los países europeos, forman un conjunto de Estados más o menos sometidos al Estado hegemónico y donde las opiniones públicas se conforman con algunas declaraciones verbales o incluso no reclaman ninguna iniciativa por parte de su Gobierno, que debería dedicarse enteramente a tareas locales, a hacer compatibles los sistemas fiscales o a limpiar las playas contaminadas. Las transformaciones profundas de la política estadounidense, la sustitución de un proyecto de globalización económica por un proyecto hegemónico militar, sitúan a Europa, le guste o no, ante una situación nueva y le imponen que demuestre su capacidad de decisión o que renuncie a cualquier ambición colectiva. Todo indica que la Europa de hoy no es capaz de elaborar proyectos propios, y que una gran parte de su población y de sus Gobiernos no lo desea. Se puede pensar incluso, como muchos observadores, que los nuevos miembros de la Unión Europea, antiguos países del Este, se sienten más atraídos por Estados Unidos que por Europa occidental, y no buscan de ningún modo entrar en conflicto con el país central del mundo occidental.
Ahora bien, sean cuales sean las opiniones expresadas en el pasado, es un hecho que desde hace medio siglo la construcción europea ha progresado de forma considerable, ha abierto perspectivas a veces apasionantes, casi siempre tranquilizadoras, de forma que Europa ya no es una idea vacía, sino una realidad económica y social fuerte. La falta de voluntad política actual amenaza a corto plazo a la construcción europea. Si en unas semanas o unos meses el mundo está dominado por los problemas surgidos de la destrucción del régimen iraquí, por las transformaciones previstas para Oriente Próximo y también, no lo olvidemos, por la incapacidad de los estadounidenses de controlar el territorio afgano, no se entiende cuál puede ser el papel internacional de Europa. No se entiende cómo puede aportar un apoyo decisivo a los países del sur del Mediterráneo para que entren por fin en un desarrollo económico sólido, o cómo los países del cono sur de Latinoamérica pueden revivir el Mercosur y darle de nuevo la fuerza de proyecto político que tenía al principio.
El silencio europeo destruye Europa, la reforma de las instituciones europeas no tendría interés si no estuviera directamente orientada hacia la posibilidad dada a Europa de tomar decisiones de importancia mundial y, por tanto, de influir en todos los ámbitos, en particular políticos, si no hasta el punto de Estados Unidos, al menos en la medida en que puede hacerlo una potencia independiente, por la fuerza misma de su economía, del centro del Imperio.
Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.
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