El derecho de la represión
Hace pocos días, en un acto dirigido por el presidente de la Generalitat se presentó La revolución y el deseo, el libro de memorias de Miguel Núñez, dirigente del PSUC y uno de entre tantos mujeres y hombres que dieron lo mejor de sí mismos en la larga noche de la dictadura franquista para el restablecimiento de la democracia. El libro se inscribe en un lento proceso de recuperación de la memoria histórica de la lucha contra el régimen de Franco. Un libro al que sería de desear que pronto se añadiese la nueva edición de Mujeres en las cárceles franquistas, de Tomasa Cuevas, una sencilla y valiente mujer, torturada salvajemente por la policía, hoy postrada en una silla de ruedas y casi olvidada en un geriátrico de Barcelona. Un proceso necesario en el que la transición política hacia la democracia, tan positiva por muchas razones, dejó en el camino la reparación de los que más la hicieron posible. La desmemoria de su difícil lucha es un indigno y vergonzoso comportamiento político, del que la izquierda con responsabilidades de gobierno no queda exenta. Ahora, a casi 25 años de la Constitución, la publicación de memorias como las de Núñez ha de servir para no dejar en el olvido lo que fue la represión practicada por un régimen de infausta memoria.
No hay duda de que el final de la Guerra Civil el 1 de abril de 1939 fue ficticio, la dictadura siguió sórdida y cruel
Una represión de 40 años, que empieza a ser algo más conocida, pero de la que probablemente queda más lejos la percepción de la brutalidad de su marco legal. Es decir, del arsenal de leyes que constituyó el derecho de la represión construido entre 1936 y 1975. Un aparato legal de normas y tribunales de excepción que en palabras del general Mola, "había de inspirar un horror saludable" en la nueva España que se disponían a perpetrar; y al que se añadía el propio Franco afirmando que "el saldo de la contienda no debe hacerse a la manera liberal con amnistías monstruosas y funestas que son más bien engaño que gesto de perdón".
No hay duda de que el final de la Guerra Civil el 1 de abril de 1939 fue ficticio. Porque ya durante la contienda e inmediatamente después, la dictadura inició una batalla continuada, sórdida e igual de cruel contra el opositor político. Para ello se pertrechó de un aparato legal, en una legalidad impuesta por la fuerza de una rebelión militar contra el régimen democrático de la II República, que se iniciaba a través de las Leyes de Prerrogativa de 1938 y 1939 que otorgaban a Franco la potestad legislativa, es decir el poder absoluto. Y que siguió con la Ley de Responsabilidades Políticas también de 1939, una aberración jurídica al tratarse de una ley de carácter penal y sancionador que se aplicaba retroactivamente hasta cinco años antes de su promulgación, contra todos los que hubiesen contribuido a crear o agravar la subversión; es decir, contra todos los que a la postre hubiesen dado su apoyo a la República. Y aquel mismo año el régimen modificaba el Código Penal para exculpar de todo tipo de responsabilidad a todos aquellos que, nada menos que desde el 14 de abril de 1931 hasta el 18 de julio de 1936, cometieron actos que "lejos de todo propósito delictivo obedecieron a un impulso del más fervoroso patriotismo y en defensa de los ideales que provocaron el Glorioso Alzamiento contra el Frente Popular". En definitiva, que se eximía de responsabilidad a todos los que, practicando el terrorismo o el homicidio, habían atentado contra las instituciones republicanas desde su inicio. Era evidente, pues, que con estos singulares mimbres legales, la oposición al régimen se presentase especialmente dura, como así lo ponen de manifiesto los libros de memorias que se vienen publicando en los últimos años.
Las condiciones de la detención ante la policía y después ante el juez suponían lisa y llanamente la negación de los derechos humanos y la institucionalización de la tortura. El periodo de detención no estaba sometido a límites, la policía disponía de barra libre para hacer con el detenido lo que creyese más oportuno, incluida la desaparición física porque el registro no era preceptivo. La tortura era medieval en las épocas más duras y fue una práctica habitual hasta la muerte del dictador. Por otra parte, el control judicial llevado a cabo por la jurisdicción militar sobre los derechos del detenido era nulo. En realidad era un aval a los Conesa, Creix, Polo y otras excrecencias humanas, profesionales de la tortura, que lo hubiesen llevado a cabo en Via Laietana, la Puerta del Sol o cualquier otro centro de detención del país. Un aval en el que destacó con luz propia el coronel Enrique Aymar, de memoria imborrable para sus víctimas.
Cuando el detenido pasaba a disposición judicial, los derechos a la tutela judicial eran ignorados. Si alegaba los malos tratos recibidos el juez respondía que con aquello de que era su palabra contra la de la policía, sin que en dichas diligencias pudiese exigirse la actuación pericial de un médico forense. Y el atestado policial era considerado siempre como prueba de cargo, por lo que algo que pueda asimilarse con el derecho a la presunción de inocencia brillaba por su ausencia. La concomitancia entre policía y juez podía ser tal que nada impedía que el detenido volviese a ser interrogado por la policía. Entre la detención y el juicio podían pasar varios años con la considerable inseguridad jurídica, como así ocurrió con una masiva detención de militantes del PSUC en 1949 cuyo juicio no se celebró hasta 1953. Finalmente, el ingreso en prisión suponía acceder a un recinto donde continuaban las vejaciones para el opositor político por otras vías. Y que sólo la dignidad y coraje del preso y la solidaridad del exterior permitían atenuar. Es por todo ello por lo que el recuerdo de estos ciudadanos es un deber moral de la sociedad. Porque preservar la memoria histórica es una garantía de libertad.
Marc Carrilloes catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra.
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