Las frágiles fronteras del exceso
Esta tumultuosa y truculenta película tiene, porque su guión no está bien medido y desencadena algunas graves arritmias en su filmación, momentos de gran solidez sobre otros en los que la pantalla suena hueca.
De esta combinación de contrarios resulta una línea quebrada por altibajos muy pronunciados, que oscilan desde el terror mórbido, eficaz pero algo rebuscado, de algunas escenas de gran negrura y crueldad -en las que Luis Tosar se mete en el fregado de una inversión de su personaje de Los lunes al sol, prueba de fuerza que resuelve con notable solvencia- al desarrollo truculento y tenebrista, mitad en clave de intriga detectivesca y mitad en registros de cine onírico, o de lógica de pesadilla, del personaje vertebrador, interpretado al borde de la mueca y la exageración por Juan Diego Botto, que no obstante se frena y sortea el peligro de retórica gestual que le amenaza en escenas muy arriesgadas, que resuelve con sagacidad y buen oficio.
TRECE CAMPANADAS
Dirección: Xavier Villaverde. Guión: Villaverde, Curro Royo y Juan Vicente Pozuelo, basado en la novela de Suso del Toro. Intérpretes: Juan Diego Botto, Marta Etura, Luis Tosar. España, 2002. Género: terror. Duración: 108 minutos.
El relato de Trece campanadas mueve dos y a veces tres hilos de intriga, cuya combinación no es siempre convincente porque hay veces que, aunque lo intentan, no logran fundirse entre sí y formar un único hilo, adosándose unos con otros en forma de juego no al verdadero misterio, sino a esa forma menor y mecánica de misterio que llamamos secreto. Surgen entonces evidencias de artificio, porque a ese juego al secretismo se le ven pronto las tripas y esto devalúa y hace perder intensidad al cruce inicial de enigmas -la locura de la madre y la muerte del padre- propuesto por el guión, que resuelve el terrible asunto con una leve argucia argumental, cuando la gravedad y violencia del suceso piden algo más que eso.
Ese algo más surge, y se hace plenamente visible, en la transparencia y hondura de la interpretación de Marta Etura, cuya simple presencia multiplica con su diafanidad el misterio -o, más exactamente, el secreto- de fondo. La larga y magnífica escena entre Etura y Botto en la casa de la playa es, y con mucho, lo mejor del filme. No asistimos allí a resoluciones visuales altisonantes, aparatosas y huecas, como las secuencias de la cafetería y la catedral. Allí, por el contrario, la imagen se serena y se convierte en un respiradero de aire libre dentro de una despótica, agobiante y compulsiva negrura. El instante, bellísimo y de gran poder sugeridor, inquietante y lleno de vigor surreal, en que Botto ve o cree ver cómo asoman los pies de un niño entre las piernas abiertas de Marta Etura dormida, es un verdadero golpe de terror profundo, un hallazgo de turbadora elocuencia, una no artificiosa intromisión de la pesadilla en la vigilia.
La película saca buen partido plástico de la fascinante fotogenia de Santiago de Compostela, pero empujada por ese mágico escenario se va demasiado arriba demasiado pronto y a esto se debe que se echen de menos en ella otras zonas de respiradero además de la referida. Trece campanadas padece sobrecarga argumental y sobreabundancia de estímulos de intriga; y está dañada por un exceso de anzuelos -no se beneficia de un par de escenas deslizantes de tránsito, ni del circunloquio de algún que otro macguffin irónico y relajante- que quieren tirar de la atención del espectador, que así acaba casi extenuado, en los bordes de la saturación. No está bien graduada la escalada de una trama apretada y agolpada, que está pidiendo síntesis pero que acumula muerte y asesinato, parricidio y suicidio, más dolor y horror, morbidez, violencia física, violencia sexual, demencia, alucinación, represión, intriga detectivesca, juegos de máscaras, crispaciones, énfasis y otros horrores y severidades.
Pero, aunque a ráfagas, hay en ella punzadas e instantes, uno de ellos memorable, de gran cine.
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