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Entrevista:W. J. Callahan

"La tacañería del católico español para sostener clero es histórica"

Un cuarto de siglo investigando sobre la Iglesia católica en España, más su lejanía sentimental respecto a los interminables conflictos y sufrimientos que la religión ha causado (y sufrido) en este país, le dan al profesor William J. Callahan (Massachusetts, 1937) una autoridad especial. Su interés surge, además, de un buen magisterio: el de Juan Marichal, que guió sus estudios de doctorado en la Universidad de Harvard. Más tarde, como profesor de la de Toronto, Callahan se dio cuenta de que para hablar de España a sus alumnos siempre se topaba, como don Quijote, con la Iglesia de Roma.

Tuvo también una razón pedagógica para enfrascarse en el estudio de la Iglesia española. "Cuando comencé a enseñar en la universidad, a mediados de los sesenta, los estudiantes -protestantes, católicos, judíos- tenían cierta percepción de la historia de las organizaciones religiosas. Pero en los siguientes veinte años ese antecedente cultural desapareció, incluso entre los que eran practicantes. Intentar explicarles las complejidades de la posición de la Iglesia en la España moderna se convirtió en una tarea frustrante. Algunas veces pensé que hasta podría haber estado hablándoles de la luna. Y abrigué la esperanza de que al escribir un libro acerca de la Iglesia podría dar a los estudiantes una apreciación más completa y detallada de su papel en relación a la política y la sociedad españolas".

"Tarancón, tras la muerte de Franco, fue el hombre idóneo en el lugar indicado y en la época apropiada. El cardenal Rouco es la vuelta al pasado"

En su primer libro sobre el catolicismo español [Iglesia, poder y sociedad en España, 1750-1874. Ediciones Nerea, 1989], Callahan paró la historia en 1874, con los clérigos luchando a brazo partido contra el liberalismo. Este de ahora, publicado por Crítica, llega hasta septiembre de 2002, ayer mismo como quien dice. Entretanto, la Iglesia se relacionó con reaccionarios, bendijo y se benefició de sangrientas dictaduras y convive ahora, por fin, con una democracia.

¿Cómo ha sobrevivido una Iglesia tan comprometida con el pasado en una sociedad mayoritariamente laica y progresista? La opinión del historiador se basa en encuestas recientes y vale, sobre todo, por sus datos comparativos. "Las encuestas indican que, en términos de práctica religiosa, la Iglesia española está viva y bien, como diría Jacques Brel. Pero las encuestas son engañosas. En los últimos treinta años, la religiosidad ha decaído, al igual que en otros países europeos, tanto católicos como protestantes". Frente a la versión de los obispos, que hablan de que los españoles son el 90% católicos, Callahan opone el dato de los que van a misa o hacen caso de las consignas de sus jerarcas. "El cálculo varía entre el 15% y el 25% de la población. No está mal para las pautas europeas, si uno se fija que en Francia está en el 5%, o si se compara con Quebec (Canadá), donde desde 1960 el fracaso del catolicismo, una vez baluarte imponente, ha desocupado iglesias y transformado en pisos muchos seminarios y conventos".

¿Eso quiere decir que la identificación de la Iglesia con Franco, un dictador al que, por fin, todo el mundo dice detestar ahora, no ha pasado la factura que algunos creían? Callahan ve en esa relación el origen de un cierto deterioro, pero subraya el hecho de que "los últimos años del franquismo una parte de la Iglesia los vivió en conflicto con aquel régimen y muchos prelados apoyaron la llegada de la democracia". "El deterioro de las prácticas religiosas se debió más a causas sociales y económicas", opina.

Sobre el sostenimiento econó

- mico de la Iglesia por sus seguidores [hoy es el Estado, es decir, cada español, católico o no, quien paga la factura], William J. Callahan no escatima datos antes de subrayar "la tacañería histórica de los católicos españoles para con su clero". Dice: "El PSOE, en su primer año de Gobierno incrementó la asignación a la Iglesia en un generoso 12% a la espera de que los obispos cumpliesen su compromiso de autofinanciarse conforme a un modelo que ya estaba en vigor en Alemania [donde los contribuyentes asignan a las iglesias una pequeña parte de sus impuestos]. Pero los católicos españoles no corrieron a sostener económicamente a su Iglesia: en 1989 lo hizo sólo el 38,34% de los contribuyentes, y ese porcentaje ha caído cada año".

Esta historia de Callahan documenta también, con creces, cómo la jerarquía católica no escatimó en errores a la hora de prodigar sus apoyos: se fue al monte con los carlistas, apoyó a las dictaduras de O'Donnell, Primo de Rivera y Franco, hizo la vida imposible a Castelar, a Cánovas y a Sagasta, liquidó los empeños moderados de Canalejas y hasta consideró un peligro a Romanones, no digamos a Mendizábal... Tanta causa perdida, ¿explica el feroz anticlericalismo reinante durante gran parte de esos años? "La Iglesia ha tenido que tomar muchas medicinas amargas en todo ese periodo que abarca mi libro. Por ejemplo, cuando Emilio Castelar, el más célebre orador de la época, pronunció su discurso a favor de la libertad y la tolerancia religiosa, los periódicos católicos publicaron la noticia de la votación en las Cortes en páginas con bordes negros. Y los obispos ordenaron que se celebrasen oficios expiatorios en las iglesias. Y cuando el Gobierno promulgó leyes que autorizaban el matrimonio civil (1870), el clero habló de la legalización del "concubinato público", dice el historiador, nacionalizado hoy canadiense.

Durante el franquismo, algunos curas iban a los bailes para medir la distancia que debía mediar entre los ombligos de cada pareja. Ese empeño por imponer lo que el profesor llama un cordón sanitaire le parece a Callahan que "estuvo muy fuera de la realidad", pero le da una trascendencia menor a la hora de medir el compromiso eclesiástico del dictador. "Cuando se exhibió, en 1948, la película Gilda, después de haber sido censurada por el Gobierno, todavía provocó manifestaciones de grupos católicos que se oponían a una escena en la que la actriz Rita Hayworth se sacaba un guante de manera provocativa. Se vio, así, que en esos asuntos Franco no cumplía su deber frente a las presiones eclesiásticas. Por ejemplo, las casas de prostitución no se prohibieron hasta 1956. Fue una cruzada moral respaldada por el Estado, pero sin mucho entusiasmo. A algunos obispos les hubiera gustado que el Gobierno prohibiera los bailes por ser ocasión para el pecado, pero el Gobierno no les hizo caso".

¿Qué eclesiástico del siglo XX le parece a Callahan más singular? ¿Y cuáles fueron providenciales en el sentido carlyliano del término? El historiador no duda en señalar al cardenal Segura como la figura "pintoresca, quizá excéntrica". "Fue muy conservador en su hostilidad hacia lo que llamaba las libertades modernas. 'Este señor, o es tonto o es santo', dijo de él un ministro antes de enviarlo a Coria como obispo, en 1920. Era un hombre independiente, siempre en discordia, ante la República o ante el régimen de Franco. El general a duras penas podría haberse sentido a gusto al escuchar el famoso sermón del cardenal acerca del significado de la palabra caudillo como capitán de ladrones. Hubiera querido destituirlo como arzobispo de Sevilla, pero ni el mismo Franco se atrevió".

Tampoco tiene dudas sobre qué eclesiásticos fueron más influyentes en su tiempo: los cardenales Ciriaco María Sancha a principios del siglo XX, Francesc Vidal i Barraquer durante la República y Vicente Enrique y Tarancón en los años sesenta y setenta. "Tarancón, tras la muerte de Franco, fue el hombre idóneo en el lugar indicado y en la época apropiada", dice. El cardenal Antonio María Rouco, actual arzobispo de Madrid y presidente de la Conferencia Episcopal, le parece a Callahan "conservador" y "una vuelta al pasado", a pesar de su "progresismo en política social". "Mucha de su energía se va en defender los beneficios afianzados por la Iglesia durante la transición", dice el historiador canadiense sobre el primer eclesiástico español en este comienzo de siglo.

La Iglesia católica en España (1875-2002). William J. Callahan. Traducción de Jordi Beltrán. Crítica. Barcelona, 2002. 684 páginas. 36 euros.

El historiador William J. Callahan.
El historiador William J. Callahan.

Las dos Españas del cardenal Pla i Deniel

WILLIAM J. CALLAHAN confiesa su deuda con los historiadores que han escrito en las últimas décadas sobre la Iglesia católica. Es bueno que lo subraye porque, tras sacudirse España el interminable, tantas veces sangriento, yugo franquista y nacionalcatólico, es ya impresionante la lista de libros que ilustran sobre los conflictos religiosos que han amargado la vida a millones de españoles. El mérito de Callahan es que su copiosa panorámica está resaltada por un alarde de fuentes sólo imaginable en investigadores con los medios de las universidades anglosajonas, y que, más que como un notario de sucedidos, el historiador se compromete o señala caminos para que el lector alcance las conclusiones atinadas. Por ejemplo, cuando inicia el relato de la represión que aplastó el pensamiento libre tras el golpe militar impulsado y bendecido en 1936 por la jerarquía católica, Callahan empieza el capítulo dedicado a ese periodo contando cómo el 17 de julio de 1936 el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo Garay, "partió con destino a su Galicia natal después de que alguien que sabía que iba a producirse un levantamiento militar al día siguiente le aconsejara que abandonase la capital". El primado Isidro Gomá hizo lo propio trasladándose de Toledo a Pamplona, reclamado por el general Mola. Lo que sucedió después estaba en la mente del futuro cardenal primado, Enrique Pla i Deniel, que emitió en 1937 en Salamanca la pastoral Las dos ciudades para proclamar que aquella era una guerra religiosa entre dos Españas: la de "la ciudad celeste de los hijos de Dios" y la de "la ciudad terrena de los hijos de Caín". Una guerra sin tregua. De aniquilación. Gomá, antes de intronizar a Franco como Caudillo, lo diría con igual crudeza: "Ninguna pacificación es posible en España, si no es la pacificación por las armas". El filósofo Jacques Maritain les replicó entonces sin miramientos: "Que maten, si creen que tienen que matar, en nombre del orden social o de la nación, que ya es bastante espeluznante, pero que no maten en nombre de Cristo Rey". J. G. B.

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