Carta a los Magos
2003 ha llegado más puntual que Mayor Oreja y más pegajoso y negro que una marea. Que se lo pregunten si no a nuestro lehendakari, ¿o no acaba de poner sobre el tapete su famoso, espeso y oscuro plan que no le interesa a casi nadie? El quedarse solo les cuadra, con perdón, a Gary Cooper -sobre todo si hay peligro-, a los toreros -¡dejadme solo!-, a Schopenhauer -que podía dar sus clases ante un auditorio vacío sólo por amor al saber, o sea por filosofía- y a muchos genios de la ciencia, el arte o las letras. Galileo y Van Gogh -que por cierto perdió una oreja aunque no fuera un presupuesto- podían ser solitarios porque les movía cierto demonio del convencimiento cuando no alguna clase de revancha contra la humanidad. Incluso Juan Carlos Onetti podía refugiarse en la cama y no pisar el mundo ni tratarse con la gente sin que por ello ocurriera nada. Pero ¿un político? Al político que se queda solo únicamente le resta dimitir. Pero el señor Ilusionante sigue ahí erre que erre llevando pegado a su plan como a una nariz pese a que las consultas que realizó con diferentes estamentos, las estadísticas que ha encargado y la correlación de fuerzas en el Parlamento le dejan más solo que la una sobre campana una.
Y esto no se entiende más que de dos maneras. O bien confía en que vuelva a producirse una chiripa como la de los presupuestos o es síntoma claro de que el nacionalismo es la bicicleta que se cae en cuanto cesa el pedaleo. No hace falta ser Rappel ni rey Mago para saber lo aficionado al ciclismo que es nuestro líder a futuro, por eso podemos apostar a que le queda cuerda para rato (y Rajoy). Él estará solo, pero nosotros le tendremos cerca durante más telediarios que los que tiene el año. Que ya es soledad. Y ahí le duele. Nos estamos quedando tan solos que hasta las columnas están ateridas. Sí, esos emisores de mensajes más o menos jónicos, crípticos o corintios. Las columnas también puedan ser tomadas no sin ciertas ínfulas de la parte del autocolumnista por atalayas u observatorios, pero sobre todo son lugares. Lugares como la columna de Nelson, la de Trajano o la de la plaza Vendôme a cuyo alrededor o en cuya proximidad pasan cosas. Se trata muchas veces de cosas que sólo interesan a unos pocos. Pero no por ello son nimias. Oyes una sirena en Nueva York y sabes que otro neoyorquino se ha ido al infierno, escribía Tom Spanbauer.
Pues bien, cuando oyes determinados chirridos, sabes que otra amistad se ha ido al infierno. A veces ocurre cerca de la columna, pero sin embargo no puede entrar dentro de ella porque se trata de otro neoyorquino que se ha ido al infierno. Y el que los neoyorquinos se vayan al infierno no puede ser columna más que cuando se llevan por delante y de la manera más bárbara a más neoyorquinos. Se rompe una amistad y sólo levanta un poco de polvo en la base de la columna, allí abajo, lejos. Pero la columna ni se conmueve, sigue irguiendo hacia el cielo asuntos mucho más importantes, como el de los políticos onanistas. Pero, ¿qué nos queda si no nos quedan ni los amigos? Vivimos en una sociedad contaminada por el posicionamiento. Parece que si no se coincide al cien por cien con el otro no hay nada que hacer con él. Peor, en cuanto se detecta un ligero desacuerdo perdemos el culo por poner tierra de por medio. O por echársela al otro encima. Y así no se hace una sociedad. A menos que la queramos de lobos solitarios. O de seguidores ciegos del lehendakari de la manada.
El tejido social está enfermo, atacado por el miedo no sólo a que se sepa lo que pensamos, sino por el de no saber cómo plantearnos las relaciones con los demás. Convivir con el otro, con el más próximo, entraña grandes dosis de empatía y comprensión. Alguien sólo puede ser amigo de uno en la reciprocidad. Saldar las diferencias con el amigo pasa antes por afanarse en la solución que por antagonizarlas. Entre lo que uno piensa y lo que piensa el que defiende posiciones antagónicas (categoría en la que no entran esos enemigos que son los asesinos del distinto) se extienden amplias playas de gris, no de chapapote. Mal edificaremos nada si no podemos entendernos ni con los cercanos. Sólo quiero desearles para 2003 lo que el poeta Mandelstam deseaba: "Durar un poco más y jugar con la gente".
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