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Columna
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Gigantes

La multitudinaria toma de posesión de Luiz Inácio Lula da Silva como presidente de Brasil estuvo cargada de una electricidad característica de los acontecimientos históricos. Al contemplar el acceso al poder de ese antiguo obrero metalúrgico al frente de un gobierno donde conviven biografías de arte y de combate con trayectorias modélicamente tecnocráticas, muchos pensábamos: "¡Ojalá le salga bien!". Ocurrió algo parecido en 1994, cuando llegó Nelson Mandela a la presidencia de Suráfrica y liquidó la infamia del apartheid. El gigante brasileño, con sus 170 millones de habitantes, se parece en muchas cosas al gigante surafricano. Ambos estados tienen una capacidad de revulsivo continental, ambos países emergen del oprobio y la marginación, ambos pueblos acumulan un potencial ingente. El propio Lula se comparó al mítico dirigente del Congreso Nacional Africano durante la campaña electoral. Y lo hizo de forma esclarecedora. Brasil necesita un líder, no un administrador de empresa ni un militar como Hugo Chávez en una Venezuela de instituciones frágiles donde la industria del petróleo logra derribar presidentes, vino a decir Lula. El flamante presidente de Brasil sabe que pertenece a la estirpe de Mandela, no a la de Chávez, ni a la de Fidel Castro. No es un nostálgico dinosaurio de la revolución ni un caudillo improvisado desde la desesperación y la impotencia sino el resultado de una tenaz lucha democrática que convoca a todos los sectores de la sociedad a dar un paso enorme sobre la desigualdad y la pobreza. En la posibilidad de que esa fuerza cuaje, de que ese proyecto se consolide, aun cuando se imponga la cara áspera de la realidad con los errores y las frustraciones de la inevitable condición humana -como ocurre hoy en la Suráfrica de Thabo Mbeki-, radica la esperanza de enderezar la nave escorada de la globalización. Jospeh E. Stiglitz lo ha explicado con claridad: "Los países en desarrollo deben tomar las riendas de su propio porvenir. Pero nosotros en Occidente no podemos eludir nuestras responsabilidades". Por eso nos negamos a imaginar milagros y apretamos los dientes con expectación: "¡Tiene que salirle bien!".

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