Teoría (gallega) de las catástrofes
ERA UN ADOLESCENTE cuando el petrolero Urquiola embarrancó en las costas coruñesas. Recuerdo ese día con un temblor bíblico. El cielo oscureció. Los animales se movían inquietos. Los campesinos miraban el horizonte y se preguntaban si había llegado el fin del mundo. Mi propia abuela, que había visto la llegada del hombre a la Luna como una farsa y un sacrilegio, apretó el rosario entre sus dedos y nos mandó a todos entrar en casa. En aquel mundo rural, las noticias tardaban en llegar por radio o televisión, pero la catástrofe estaba ya inscrita en el cielo. Creo que fue a partir de ahí cuando empecé a formular una curiosa teoría gallega. A falta de mitología, nuestros mitos toman el nombre de petroleros como el Prestige o de ciclones como el Hortensia. Los gallegos, fatalistas por naturaza e irónicos por la misma causa, somos una tribu acostumbrada a mirar el horizonte, a traspasar la línea del horizonte y a predecir de forma bastante anormal no sólo la borrasca que viene de las Azores, el penalti de Djukic, la moda de las próximas temporadas, sino también los grandes cataclismos.
De nada nos vale. Si buscamos razones para enjuiciar de manera científica este hecho tan discutible para el resto del mundo, quizá no hallemos más que ese residuo de pensamiento ancestral que nada tiene que ver con el peligroso estado de ruina de los viejos dinosaurios de las rutas marinas o la importancia del doble casco, ese gran preservativo que la modernidad impone a los petroleros. Hay algo más. Una negra sombra. La negra sombra rosaliana -un duelo que no cesa como el oleaje- que desempolva estos días su oropel romántico y explica a ese pueblo crepuscular que enseña al mundo sus manos manchadas de chapapote. Los gallegos no salen en la foto si no de esta manera. En un análisis pormenorizado de los medios de comunicación rápidamente caemos en la evidencia de que Galicia es noticia -a no ser por el botafumeiro del 25 de julio- cuando hay una catástrofe natural o, en menos medida, humana -el crimen de Redondela-. Rebelarnos ante ese infortunio sería poco menos que dudar de la existencia de la Santa Compaña. No hemos como otras comunidades domesticado todavía a la naturaleza y tendrán que naufragar otros cuatro barcos más para que alguno de nuestros líderes haga un esfuerzo para no dejar de nuevo al azar el problema y marcharse tras los gamos a los montes de Toledo. El gallego, decía Castelao, el rianxeiro, no protesta, emigra.
Un viejo marinero de Arosa explicaba estos días la perversa fuerza que el mar tiene en este relato, mientras unos y otros andaban preocupados por si la mancha iba a llegar y cuándo. El marinero recordó los cadáveres de una excursión de escolares cuyo autobús fue engullido por una crecida del río Órbigo en tierras zamoranas que tiempo después aparecieron flotando en el mar de Vigo. Con ello probaba, a la manera chamánica que, por lejos que arrastraran el carguero, llegaría el fuel a las costas y habría fuel hasta en el caldo de grelos.
El mar en Galicia es una extensión del agro. Sembrar mejillones es lo mismo que recoger patatas. Un racimo de percebes es lo mismo que uno de uvas albariñas. Si observamos en tiempo de marisqueo las labores de recolección de la almeja o del berberecho en la ría, la imagen es comparable a un campo de arroz vietnamita. Por eso cuando la mancha de petróleo amenaza, cuando se cierne la negra sombra, el gallego sabe que un ciclo depresivo ha empezado en su horizonte. En su mundo todo sigue estando en relación natural, salvo los corzos de don Manuel Fraga. Pero también sucede otra fatalidad. Si con el Urquiola todavía la palabra ecología no estaba acuñada en la España del tardofranquismo y la tragedia parecía una tragedia antigua, de poco han valido enseñanzas más recientes como el Casson o el Mar Egeo. Nadie parece saber reparar un accidente moderno con los métodos modernos. Todos parecen ausentes. Después de cuatro naufragios de dimensiones colosales, la gente de las rías sigue construyendo a mano redes y empalizadas y a este paso no tardarán en sacar a la mismísima virgen del Carmen, orgullo de las gentes pescadoras, para contener al petróleo. El Estado se encuentra tan lejos que los remedios vuelven a ser comunales. Eso también es Galicia: la tribu a la que nadie entiende, la tribu que extiende con sus propias artes barreras en el mar.
Muchos voluntarios que han acudido estos días al rescate de las costas gallegas han hecho del Camino de Santiago. Saben lo que es detenerse a vendar las heridas de los pies. Saben que el camino fortalece pero es largo y tortuoso. Estos días hay una nueva peregrinación en Galicia. La fe sigue inamovible. El sepulcro está en el horizonte y la ecología en entredicho, pero ahora la vieira lleva una mancha de fuel. Y cuando el petróleo llega al santuario hasta del botafumeiro sale el negro humo de las grandes tragedias.
Ramón Reboiras es escritor y periodista gallego.
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