Escalada norcoreana
Oscurecida por los preparativos bélicos estadounidenses contra Irak, la crisis norcoreana sube peldaños. Pyongyang ha anunciado la expulsión de los tres inspectores de la Agencia de la Energía Atómica, que constituían el único elemento fiscalizador de sus actividades nucleares. Desde que el régimen comunista decidiera este mes reactivar su programa nuclear, con la excusa de producir electricidad, los acontecimientos se suceden a un ritmo tan rápido como inquietante. La Unión Europea señalaba ayer que las desafiantes medidas de Pyongyang conciernen no sólo a sus vecinos o a EEUU, sino al conjunto de la comunidad internacional.
Descontando lo que tiene de guerra propagandística destinada a forzar a Washington al diálogo, el peligro de la crisis norcoreana está avalado por factores objetivos. Entre ellos, el carácter impredecible y totalitario del dictador Kim Jong Il y el hecho de que este régimen aislado y sin nada que perder, ajeno a las reglas del juego y al cumplimiento de sus compromisos, a la vez que deja morir de hambre a su población encabeza la exportación de tecnología de misiles y tiene la cohetería suficiente para alcanzar a su vecino del sur y a Japón. No se puede atacar a Corea del Norte, con Irak, otro polo del eje del mal, sin el riesgo de provocar una guerra atómica en la dividida península coreana. La cautela debe ser la norma suprema ante un conflicto que pondría a 10 millones de personas, los habitantes de Seúl, al alcance de sus proyectiles.
Afrontar el chantaje de Pyongyang requiere de EE UU -el supremo antagonista, con una Administración dividida entre un ala dura y unilateralista y un sector más abierto y tradicional- el abandono de cualquier veleidad imperial. Bravuconadas como la reciente del ministro de Defensa Rumsfeld sobre la capacidad de su país para librar dos guerras simultáneas difícilmente ayudarán a moldear la voluntad del autista régimen norcoreano, aparte de darle armas propagandísticas de primera magnitud. Este principio de relativa humildad debe presidir la búsqueda activa de un acuerdo por parte de Washington, utilizando los buenos oficios de los Gobiernos con mayor ascendiente sobre el régimen estalinista de Corea del Norte. En este frente de contención es decisiva la actitud china, por su carácter de proveedor básico de combustible y alimentos, pero también rusa, además de Japón y Corea del Sur.
Seúl, por razones obvias, es el primer interesado en que no se desmadre la situación iniciada en octubre con la admisión por Corea del Norte de un programa clandestino de armamento nuclear. Los líderes surcoreanos han reiterado que, frente a la política de confrontación aireada por Washington, mantienen la vía del diálogo. Tanto el presidente saliente, Kim Dae Jung, como el ganador de las recientes elecciones, su protegido Roh Moo Hyun, apuestan por la reconciliación con el desesperado vecino del norte, con el que técnicamente siguen en guerra medio siglo después del armisticio de Panmunjon.
Guste o no, un régimen despótico y descontrolado ha desarrollado tecnología nuclear durante décadas. Los norcoreanos acaban de desprecintar y retirar las cámaras de la ONU que vigilaban las instalaciones de Yongbyon, a cien kilómetros de la capital, donde están listas las primeras mil barras de combustible para ser cargadas en el núcleo de su reactor de investigación. Los expertos estiman que con unas ocho mil habrán alcanzado la capacidad para producir plutonio. En pocos meses, Pyongyang puede hacerse sin intromisiones con nuevas armas atómicas.
Corea del Norte supone una amenaza seria y cierta a la seguridad global, y como tal ha de tratarse. Pero el traslado a Kim Jong Il del inequívoco mensaje de que no se le tolerará que fabrique armas atómicas debe conciliarse con una actitud abierta por parte de EE UU. La firmeza diplomática es compatible con garantías de ayuda y con el ánimo de reintegrar al país asiático a la corriente internacional, antes que profundizar su carácter intruso y su aislamiento abisal.
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