Lázaro en la costa de la muerte
El autor cree que la catástrofe del 'Prestige' ha permitido la irrupción en escena del periodismo veraz, lo que, a su juicio, ha demudado la faz de unos gobernantes que tanto han hecho por erradicarlo
No hay invitado más inoportuno que aquél al que se le da por muerto ni existe personaje que infunda más pavor sobre la tierra, deudos incluidos, que un aparecido (véase Santos Evangelios, resurrección de Lázaro). No es de extrañar, por tanto, que la irrupción del periodismo en el escenario de la Costa da Morte haya demudado la faz de unos gobernantes que tanto hicieron por erradicarlo de este mundo.
Ha tenido que ser sobre un mar de chapapote y en la única tierra de España que de verdad cree en el mito celta de la ciudad sumergida -de la que un día han de volver los sepultados por las aguas- en donde este oficio humilde y peleón ha vuelto a sus orígenes de tinta para plasmar blanco sobre negro la realidad que asola Galicia.
Volvió el periodismo y se fundió la España mediática, y con ella se rompió el cuaderno de bitácora de la situación. Hasta ahora, el protocolo había funcionado a la perfección. Gobernar consistía esencialmente en mediatizar, por más que lo hiciera un partido que se reclama liberal. En la España sin problemas, terrorismo aparte, no había otros que aquellos que creaba el Gobierno -y sobre los que no cabía discusión- y los que los telediarios se encargaban de despachar, con el socorro de una nutrida batería mediática, alimentada por el fervor, el favor o el miedo.
Resquebrajado el Prestige, los encargados del caso tiraron del protocolo: Cascos mandó el barco a paseo sin el auxilio de los expertos ni la determinación de un gobernante, sino con la ligereza con que un señorito despacha al capataz de la finca; Fraga puso al frente al conselleiro más dispuesto; se hicieron las declaraciones pertinentes sobre la inexistente marea negra, y se fueron a lo suyo: una de rebecos, otra de perdices y, para los que no cazaban, fin semana en Doñana. ¿Si habían dicho que no había marea, cómo es que cada vez más medios se empeñaban en que la hubiera?
Amparados en la eficacia del sistema, tuvieron que pasar varios días hasta descubrir que, por más que ni TVE, ni Antena 3, ni TVGA lo contaran, lo cierto es que la marea negra salpicaba de forma irremediable a los ministerios, a las consellerías y hasta los palacios de Raxoy y La Moncloa. Cuando los más directos responsables limpiaban los caños de las escopetas y el Ejército español distaba de ser movilizado por el grandilocuente ministro de Defensa -todavía exhausto tras la guerra del Perejil-, miles de voluntarios ocupaban ya las playas. Hay que entender que no es lo mismo salvar el honor de la patria en una isla de cabras que defender de la ruina a los patriotas gallegos, asturianos, cántabros y vascos.
No deja de ser una ironía del destino que haya sido precisamente en Galicia donde haya sucumbido la Arcadia feliz, víctima de una realidad inocultable incluso en la España de Aznar, incluso en la Galicia de Fraga, presa de un ingenio invencible hasta ahora, mezcla de caciquismo tradicional y sumisión mediática. A punto estuvo de saltar por los aires con ocasión del escándalo de las vacas locas, irresponsablemente gestionado por la Xunta, pero por entonces los sátrapas impusieron su ley a los medios y lograron taponar la hecatombe.
Pero esta vez la olla ha estallado. Estaba tan extendida la convicción de que en Galicia nada podía escaparse al designio de los conselleiros y los alcaldes, con su política bien trabada de subvenciones y favores, que nadie había caído en la cuenta de que aun si fuera cierto que todo el mundo tiene un precio, no lo es menos que todo ciudadano tiene un punto de dignidad que no puede ser sobrepasado ni por la autoridad sin pagar un precio. Y como las catástrofes no vienen solas, esta vez llegó acompañada de la tropa del periodismo, incluso parte de la desmovilizada largo tiempo ha.
Ésta es la marea que más desconcierto ha sembrado en las filas del Gobierno, cuyos miembros se van doliendo por las esquinas no sólo del calado de la catástrofe sino de la dimensión que ésta ha adquirido por su alcance mediático. Se han creído hasta tal punto que la España virtual es la España real, que todavía hoy piensan que todo hubiera sido distinto sin la "conspiración" de unos medios, nunca considerados afines, y la "traición" de otros cuya contribución a la causa del PP se daba por descontada.
Hemos vivido tan mermados de periodismo que tirar de manual del oficio es sentido como una provocación, incluso desde las propias filas. Colocar periodistas sobre el terreno; dar más espacio a la noticia y al reportaje y menos a las columnas; preguntarle al señor ministro y si no responde repreguntar; investigar, comprobar, señalar contradicciones, desmontar patrañas, demostrar que el responsable de la situación estaba en Babia cuando más se le necesitaba, es descalificado como un ejercicio metaperiodístico, como un acoso a la autoridad.
Es cierto que con el Prestige se ha producido en el ecosistema una mutación de alcance desconocido: en este momento, el periodista se ha adueñado de la escena y ha suplantado al jefe de prensa y al gabinete de imagen, especies hasta ahora dominantes en la interpretación de la realidad. Si este hecho se confirmara habría que incluir a los arriolas junto a los cormoranes y a las gaviotas sombrías en la lista de especies tocadas por el fuel. Gracias a ellos, en el principio fue la imagen y después crearon la política a su semejanza. Esto explica por qué aquel Aznar que afirmó "el milagro soy yo" de ninguna manera podía estar preparado para asomarse a un acantilado de las Cíes y verse en el espejo de fuel como un narciso petroleado. Simple cuestión de imagen.
Hacen falta años de periodismo como el de estos días para oxigenar esta sociedad y ayudar a la clase política a estar a la altura de lo que los ciudadanos esperan de ella. Resulta extraño que este Gobierno, que hizo tantas cosas bien y que cuenta en sus filas con gente tan cualificada, no haya creído más en sus posibilidades y en las de la sociedad española. Se empeñó en recurrir a la camisa de fuerza mediática, a la que, con la primera embestida del océano y con el viento rolando, se le han roto las costuras. No hay soluciones simples para situaciones complejas. Y ahora ¿quién les va a creer cuando haya conclusiones científicas y toque hablar de las consecuencias alimentarias y medioambientales, cuando más necesitada estará la población de confiar en los que nos gobiernan?
Tal y como se han puesto las cosas se comprende que el periodismo sea visto en la España de hoy como un exceso. Pero este periodismo de a pie y no sólo el de guerra también alberga un átomo de heroicidad, porque por el mero hecho de contar una noticia, en la España de Aznar y de Fraga pueden caer inocentes. Por ejemplo, la esposa de un jefe de informativos de un medio gallego a la que, apenas transcurridos tres días desde la catástrofe, se le comunicó que, por orden del conselleiro que se ocupa de la censura en los medios gallegos nunca más se le volvería a contratar trabajos. "Nunca máis", dijo el conselleiro. Y así se hizo.
A propósito del periodista se le podría decir al conselleiro, y a cualquier político de turno sin distinción de partido, lo que Álvaro Cunqueiro dijo del poeta: "Tú sabes perfectamente que allí donde los poetas callan el mundo es más oscuro y más pobre, hay menos amor y caridad y el mundo es menos libre, y propiamente menos hombre". Cuando los marineros piden a los reporteros que no se vayan, que no les dejen solos ante su negro presente y su incierto futuro, parece que estuvieran de acuerdo con su paisano. Al menos en su auxilio, y en tanto dure la catástrofe, bueno sería considerar especie a proteger al periodista, una rara avis que ni vive ni se reproduce en cautividad.
Daniel Gavela es director general de la Cadena SER.
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