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Y Lula pasó por Argentina

El corralito se abrió en Argentina y, contra todo pronóstico, el dólar no sólo no subió, sino que, incluso, perdió unas décimas. No hubo colas en los bancos ni en las casas de cambio de la city; tampoco carreras por las calles Florida y Esmeralda a la búsqueda del billete verde. Lavagna, el actual ministro de economía, a quien se le imputaba el perfil más bajo de todos cuantos ejercieron el cargo en los últimos años, ganaba una importante batalla sin hacer casi ruido, y respiraba tranquilo: los argentinos comienzan, por fin, a pensar y manejarse en pesos. Es el primer paso para salir del fondo del pozo.

El segundo paso puede venir de la mano de la inflación; una inflación ciertamente elevada (60% anual) para los parámetros a los que estamos habituados en Europa, pero sin demasiadas señales que indiquen el inicio de una espiral incontrolada. El resultado es que el tipo de cambio se ha situado en niveles de depreciación real muy elevados (por encima del 50%) beneficiando intensamente a las exportaciones y al turismo receptivo. Más aún, con el tipo de cambio actual comienzan a reactivarse algunas manufacturas, aparcadas en situación de coma profundo durante la época de la paridad, y el turismo argentino vuelve a Mar del Plata, Pinamar y Villa Gesel, abandonando Punta del Este y Copacabana. Es una reedición del fenómeno de sustitución de importaciones, pero esta vez con parámetros muy diferentes.

Tal vez estemos asistiendo al inicio de una tímida recuperación y puede pensarse con algún fundamento que las cosas, al menos, ya no irán a peor. Mientras tanto, el FMI está jugando demasiado al gato y al ratón. Debería tener más cuidado, porque podría encontrarse, cuando menos se lo espere, con un nuevo escenario, más positivo, en el que él no haya jugado siquiera el papel de actor de reparto. La molesta pregunta sería ahora: si Argentina se recupera, sin el FMI, entonces ¿a qué se debieron tantas condiciones, tan leoninas y durante tanto tiempo? Porque no fueron tan firmes en su día con la Rusia de Putin y, desde luego, nadie creerá que ello fuera debido a la ausencia de corrupción.

Pero tal vez lo más importante de la semana que ha dado inicio a Diciembre ha sido la visita de Lula. Este viejo izquierdista radical, reconvertido al progresismo posibilista, habló ante los senadores y diputados argentinos con un lenguaje que este país ya había olvidado: no hay lugar en la democracia para la corrupción y el egoísmo mezquino de los políticos; es el pueblo, el bienestar de la gente lo que importa y por lo que debemos trabajar, dijo.

Y dijo más: nunca un peso valió un dólar, como tampoco un real valió nunca un dólar. Propuso crear un auténtico mercado común para Mercosur, iniciar el proceso hacia una moneda única, elegir un parlamento plurinacional y atraerse los países asociados (Chile y Bolivia) al proyecto. Naturalmente, los representantes políticos argentinos aplaudieron con entusiasmo, seguramente sin apercibirse que una buena parte del discurso les señalaba con dedo acusador. No importa; por primera vez en mucho tiempo, estaban ante un auténtico líder político que traía un mensaje autónomo y de esperanza para este maltrecho continente.

El efecto Lula ya ha comenzado a extenderse por las calles, mentideros y restaurantes de Buenos Aires. Hay mucha gente que está de acuerdo con su programa y no creo que debiera subestimarse el impacto que ello pueda tener en la recomposición de un nuevo mapa político-económico sudamericano. Entre otras cosas porque Brasil no es Argentina, y desde luego Lula no es Menem.

Me da la impresión de que los muchachos de Washington, ya huérfanos de O'Neill, no deben estar ahora muy animados con este insólito panorama que se abre ante sus ojos. A poco que se descuiden pueden encontrarse con el NAFTA, en una mano, y el FMI, en la otra, colgados de la brocha y mirando melancólicamente hacia la otra orilla del Río Grande.

A muchos nos gustaría que así fuera. Para qué mentir.

Andrés García Reche es profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.

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