Alberti
Se ha vuelto a hablar de Rafael Alberti con la excusa de su centenario. Hay que buscar excusas (y pedirlas) para hablar de escritores y poetas, para hablar de cualquiera, en realidad, que no sea deportista de postín, político en activo o personaje de la telebasura y el papel cuché. La llamada cultura de masas ha infectado nuestra masa encefálica de manera no sé si irreparable, es difícil saberlo, aunque quizás podríamos descubrirlo de modo aproximado observando a una sociedad como la norteamericana, que lleva en el negocio varias generaciones y cuyos presidentes representan de manera acabada hasta dónde es posible llegar, como diría Groucho Marx, surgiendo de la nada. Los telemaratones navideños (esa modalidad de la pornografía) y el bombardeo incruento (es un decir) de juguetes que estos días arrasa las pantallas y los escaparates también nos puede dar alguna idea al respecto.
Cualquier obrero de hace 25 años no hubiese tenido dificultades para nombrar media docena de poetas
Y sin embargo, hace no demasiado, hace un cuarto de siglo, hacia 1977 todavía los poetas podían ser personajes populares como Rafael Alberti. Todavía recuerdo su llegada a Madrid tras un exilio de 38 años. Yo era un adolescente en un Bilbao hostil y cochambroso que lentamente y con nocturnidad y alevosía se iba desmantelando entre manifas, asesinatos de ETA, controles policiales y expedientes de crisis. Pero Alberti llegaba, con su melena blanca de poeta y su voz y su sombra de poeta, como un mito civil, con la mitología de la generación del 27 debajo del brazo y con la historia falsa y verdadera de la guerra civil y de la resistencia impresa en su carnet de identidad. Cuando las elecciones del 77 no hubo pueblo donde Rafael Alberti no cantara sus versos con aquel aire antiguo de rapsoda de fiestas patronales que gastaba. No había rincón de España donde no conocieran al poeta. Y lo mismo ocurría aquel mismo año, en aquella campaña, con otro gran poeta comunista llamado Blas de Otero. Cualquier obrero o cualquier jubilado de hace 25 años no hubiese tenido dificultades a la hora de nombrar media docena de poetas. Hoy la cosa ha cambiado. La poesía, al parecer, no vende, y tampoco da votos.
Todo esto se supone; lo suponen unos tipos muy listos con unos cuantos masters en administración de empresas. Ellos deciden qué es lo mayoritario y, lo peor de todo, qué debe serlo. La mierda, según ellos, es lo que de verdad nos gusta, y por eso la fabrican y venden, la encuadernan y filman y graban. Lo decía Blas de Otero cuando le preguntaban por este asunto: siempre contaba que lo mayoritario dependía solamente del número. Mozart multiplicado por millones era mayoritario, y Manolo Escobar o Raphael en tirada reducida y edición de coleccionista eran música de minorías. No fue el de Alberti, a pesar de sus francos horrores, el peor de los tiempos para la poesía y la cultura. Hoy todo es elitista, minoritario y peligrosamente anticomercial. Te lo dice una gente que colecciona inconfesables tallas medievales y puja en las salas de subastas por manuscritos de Leonardo da Vinci. Gente que incluso lee, en ediciones ilustradas por el propio autor, a Alberti. La cultura de masas da para que unos pocos se puedan permitir esos lujos.
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