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Columna
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Hipnotismo social

Iván Petróvich Pávlov, médico ruso y premio Nobel de Fisiología y Medicina en 1904, investigó sobre lo que llamaba "hipnotismo animal", que describía del siguiente modo. El fenómeno consiste en tumbar al animal sobre el dorso, de un movimiento brusco, que suprime toda resistencia, hacerle adoptar una actitud contra natura y mantenerlo en ella durante cierto tiempo. A continuación, después de haber retirado nuestras manos del animal, éste permanece inmóvil durante minutos y hasta horas enteras. Decía Pávlov que frente a una fuerza temible, que no permite al animal luchar ni huir, la única probabilidad de continuar sano y salvo es guardar una absoluta inmovilidad para poder pasar desapercibido, porque los objetos en movimiento llaman más la atención y por no provocar con su agitación una reacción agresiva por parte de esa fuerza aplastante. Llegaba a la conclusión de que el estupor, el trance que nos sobrecoge cuando estamos aterrorizados, son exactamente la misma cosa que el fenómeno descrito.

Digo yo que debe ser eso lo que nos está pasando, si es que se puede generalizar el fenómeno a la sociedad en general, porque de lo contrario no encuentro otra explicación. La única diferencia es que el animal no puede hablar, mientras que nosotros lo estamos haciendo sin parar pero en estado hipnótico, diciendo cosas de las que tendremos que arrepentirnos cuando despertemos. La tragedia de Galicia nos tiene hipnotizados, aterrorizados por el mero hecho de que sea posible, inmovilizados para hacer planteamientos generales, pero hablando como en sueños de lo primero que se nos ocurre. Rajoy no para, habla continuamente, la única virtud que se le reconoce, pero tiene que rectificar al día siguiente. Su expresión se aproxima cada vez más al estado de pasmo y al sentimiento de terror, a mitad de camino, como si acabara de recibir una invitación para inaugurar el Oceanográfico de Valencia.

Pero el estado hipnótico nos está afectando a todos. Un diputado socialista de la Asamblea de Madrid tiene un sueño electoral, habla medio dormido de la tragedia del Prestige y, cuando despierta, tiene que dimitir. Pero todavía hay pesadillas peores, mucho más perversas, que manifiestan involuntariamente deseos inconfesados. En la prensa aparecen argumentos sobre el fracaso de la política, se dice que el pueblo ha decidido representarse solo, que los españoles están pasando a los políticos por la izquierda, por la derecha y por en medio. Terrible, más que una pesadilla es un aquelarre social, donde los brujos de siempre utilizan los buenos sentimientos de los solidarios, los movimientos sociales de ayuda, para dinamitar la política y desear una vez más el sueño eterno de un poder más allá.

No hay ejercicio más sano que la crítica política, no importa lo dura que pueda ser. Y éste es un buen momento para ejercerla. Pero eso no tiene nada que ver con los deseos reprimidos que se manifiestan en estado hipnótico, como le ocurrió a Bush con el 11-S. Ésos son monstruos del inconsciente. Si Pávlov hubiera sabido lo que soñaban sus animales, habría salido despavorido del laboratorio. Por eso es urgente despertar cuanto antes de la tragedia y, solidarios, ayudar entre todos a reorganizar la política de este país.

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