Libros de exhibición

Los libros ilustrados suelen ser libros grandes, aunque no siempre grandes libros. Se compran para ver tanto como para ser vistos. Nos hablan a nosotros y hablan de nosotros. De ese componente exhibicionista, precisamente, deriva el nombre que reciben en inglés: coffee table books, libros de mesa de centro. Su lugar es ése: se acomodan mejor sobre la mesa que en las estanterías. Su exhibición de imágenes los acerca más a un viaje que a un libro. Ésa es su magia. Están siempre abiertos. Admiten visitas rápidas pero sirven también para contemplaciones pausadas. A diferencia de la imaginación que exige la novela y de la reflexión que requiere el ensayo, estos libros sólo precisan de unos ojos. Uno se los tropieza tanto en las casas como en los estudios de profesionales cuyo trabajo depende de las imágenes. Las estanterías de grafistas, modistos, arquitectos, cocineros o cineastas están repletas de tomos ilustrados, libros de santos que resumen o anticipan el mundo: países exóticos y animales en peligro de extinción, gastronomías sofisticadas y viviendas prefabricadas, castillos medievales o atlas de la pintura universal. Todo cabe en estos extraños ejemplares: desde la historia de todo el arte norteamericano hasta un recorrido por las relaciones entre enfermedad y pintura. A pesar de hablar a gritos son, en realidad, libros mudos. El texto es un compañero discreto tras la exhibición fotográfica. No puede ni duplicar las imágenes ni convertirse en unas instrucciones de uso. Por eso muchos libros ilustrados son anónimos, y entre los que habitan el anaquel de las tallas grandes hay más páginas firmadas por un diseñador que por un escritor. Pocas veces son libros que uno se compraría. Muchas veces son los únicos que buscamos para regalar.
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