Resolver el conflicto
"Hay que hacer algo ante la situación de conflicto político en que vivimos". Esta afirmación es la que suscitó mayor grado de acuerdo en la encuesta sociológica difundida recientemente por el Gobierno vasco. Incluso entre los votantes del PSE o del PP fue mayoritaria la idea de que hay que actuar para arreglar el conflicto, para "salir del túnel" como gusta decir el lehendakari. Es por eso que, cuando los nacionalistas esgrimen su reproche favorito contra los que no comparten sus propuestas ("nosotros por lo menos proponemos soluciones, vosotros sois unos inmovilistas") los no nacionalistas, ciertamente, se sienten un poco culpables y acomplejados. Hasta tal punto se ha vuelto socialmente hegemónica la idea de "hay que hacer algo".
Aunque vaya a contrapelo de tan generalizada opinión, me atreveré a sugerir una visión alternativa y radicalmente distinta. La de que el problema de nuestra sociedad no es tanto el conflicto político que existe en su seno, sino, precisamente, los intentos recurrentes de solucionarlo de raíz. Creo que desde esta visión se entiende mejor nuestro pasado y nuestro presente. En efecto, ETA no es un conflicto en sentido estricto, sino el intento violento de unos iluminados por resolver el conflicto vasco de una vez por todas. Al igual que la represión centralista del franquismo no fue sino otro brutal ensayo de resolver el conflicto en sentido opuesto. Lo que equipara a ambos, aparte de su violencia, es su idéntica finalidad: la de superar una situación conflictiva que se consideraba inadmisible.
Pues bien, esta finalidad es la que de nuevo se percibe en la propuesta de Ibarretxe, por mucho que sea democrática y bienintencionada. Late en ella, una vez más, la idea de que el secular conflicto que nos aflige a los vascos puede y debe solucionarse, la idea de que podemos arribar, por fin, a un futuro amable y armonioso. Y precisamente por ser esta meta la que lo inspira, la de solucionar el conflicto, es por lo que afirmamos que la propuesta se convertirá (se está convirtiendo ya) en un problema en sí misma. Porque el problema grave no es el conflicto en sí, sino el ceder a la sempiterna tentación de intentar arreglarlo.
La idea de que los conflictos sociales han de ser solucionados tiene una larga tradición en lo que Isaiah Berlin llamó el racionalismo monista occidental, y que no es en el fondo sino una ilusión bienintencionada: la de que existe una solución para cada conflicto, que esa solución puede descubrirse si nos ponemos a ello con ánimo limpio y mente abierta, y que, una vez descubierta y aplicada, generará finalmente una sociedad armónica. Desde Platón a Marx, desde el socialismo al nacionalismo, la común idea subyacente es la de que los conflictos sociales pueden y deben solucionarse y que la tarea del político es aplicarse a ello. Y la consecuencia no menos constante es que tales intentos de solucionar radicalmente los conflictos no han generado sino mayor sufrimiento para los seres humanos.
Hay una visión distinta, la del liberalismo pluralista: los conflictos son consustanciales a la sociedad humana y son valiosos en sí mismos, pues son la expresión de la heterogeneidad y el motor de la evolución social. Lo que debe hacer el político con ellos es encauzarlos para que no lleguen a convertirse en fracturas violentas de la convivencia, más que tratar de eliminarlos de raíz. Pues no existe una sociedad armoniosa sin conflictos, ni en el pasado ni en ningún futuro imaginable.
El único encauzamiento político para el conflicto es el compromiso, el equilibrio transaccional entre facciones e intereses diversos. Como dice Richard Rorty, el compromiso es siempre inestable y provisional, pero impide que las personas se hagan mucho daño entre sí y les deja a cada una con su propio proyecto. Es cierto que la prédica del compromiso como método no es excitante, y por eso no es muy popular ni despierta entusiastas adhesiones. Más bien suena a sermón liberal, aburrido, pragmático y un tanto banal, sobre todo cuando se lo compara con las siempre vibrantes, altruistas y emocionales propuestas de arreglo definitivo. Pero es todo lo que tenemos.
La sociedad vasca tiene un conflicto específico, un cleavage en términos políticos: la coexistencia en su seno de sentimientos nacionales diversos. Por mucho que se diga lo contrario, este conflicto está razonablemente bien asumido y no ha generado una fractura social real en ningún momento de los pasados cien años. Han sido los intentos unilaterales de superar el conflicto, sean de uno u otro bando, los que han generado en concretos momentos históricos una sobretensión amenazadora de fractura. Pero como tal sociedad no nos hallamos en ningún "túnel obscuro" del que debamos salir, sino en una situación de pluralidad que expresa sus valores conflictivos con toda naturalidad.
Nuestra convivencia actual está fundada en un compromiso entre esos valores conflictivos, en un pacto transaccional, el Estatuto constitucional. Claro está que no es un acuerdo definitivo ni intocable. La propia evolución social lo irá modificando en uno u otro sentido. Sin embargo, la idea de Ibarretxe se sale absolutamente del marco del compromiso, precisamente porque encaja en el tipo de propuesta solución definitiva, no en el de encauzamiento transaccional.
Efectivamente, el plan de Ibarretxe propone substituir la lógica transaccional por otra lógica distinta, la mayoritaria. Pretende cambiar el método de legitimación del sistema político, pasando del compromiso al plebiscito. Para conseguirlo intenta incluso proyectar la visión plebiscitaria sobre el pasado y reinterpretar el Estatuto en clave mayoritaria. Ese es el sentido de su comparación recurrente entre los votos que obtuvo en su momento el Estatuto con los que obtendría su propuesta en una consulta con las urnas. El nuevo paradigma que se intenta introducir en la conciencia social no es la transacción, sino el referéndum.
Esta reinterpretación es una falsificación histórica y conceptual: el valor del Estatuto no deriva de los votos que obtuviera, sino de su condición de pacto entre fuerzas significativamente importantes del ámbito nacionalista y del no nacionalista. Y por eso no puede superarse sino mediante un nuevo pacto entre los dos sectores. Sólo las dos partes del conflicto pueden legitimar mediante la transacción y la negociación un nuevo marco de convivencia. Aunque el lehendakari se empeñe en rechazarlo con gran indignación, un encauzamiento consociativo del conflicto conlleva necesariamente el derecho de veto de cualquiera de las partes.
Intentar resolver el conflicto, aunque ahora sea por la fuerza de la mayoría de los votos es una senda tan equivocada como la de la represión franquista o la violencia terrorista. Es democrática, sin duda, pero tan equivocada como aquéllas. Y, lo que es peor, generará tanto sufrimiento como ellas. Y todo por no resignarse a convivir con el conflicto, por empeñarse en resolverlo.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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