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Crítica:CRÍTICAS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Espíritu de un viejo libertario

Cuando Otar Iosseliani, inmenso cineasta georgiano -casi convertido en parisiense, y digo casi porque hay en sus filmes algo que se escapa, como agua entre los dedos, de Francia y se instala en el suelo sin casa de los viejos libertarios errantes-, es ya un clásico del cine europeo moderno, comienzan a percibirse con nitidez en cada nueva película suya rasgos ya trazados. Son los trazos exactos de un estilo hecho, piezas y claves de una visión viva y cerrada sobre sí misma de su tiempo y de las gentes de su tiempo. Y reconforta que tales signos de identidad broten a borbotones en la inefable delicia de Lundi matin, que triunfó a lo grande en el Festival de Berlín.

Reproduzco, sin arreglos de fondo, tal como surgieron a bote pronto, algunas anotaciones tomadas a pie de pantalla en el estreno berlinés de esta humilde maravilla: "¿Cómo se las arregla Iosseliani para hacer una escena llena de acción sobre el paseo descriptivo de la cámara fuera y dentro de una fábrica, siguiendo el trenzado de personajes que se cruzan y vuelven a cruzarse y se las arreglan para fumar sin parar clandestinamente en el trabajo? Logra Iosseliani meter, sin dejar ver su argucia, en la pantalla la elocuencia del gran cine mudo: sólo se oyen unas cuantas palabras dispersas, casi perdidas, en el primer cuarto de hora, 15 minutos que, al mismo tiempo, derrochan incontables minisucesos más sugeridos que sucedidos".

LUNDI MATIN

Dirección y guión: Otar Iosseliani. Intérpretes: Jacques Bidou, Anne Kravz-Tarnavsky, Pascal Chanal, Ana Lamour-Flori, Arrigo Mozzo, Narda Blanchet, Radslav Kinski, Nicoletta Prevedello. Francia, 2002. Género: comedia.

"Su dominio del lenguaje elíptico, de las compresiones del tiempo, alcanza ese grado de sutileza que hace invisibles a las elipsis. Y esto conduce a un tiempo convertido en tempo, en duración musical ritualizada, secuencia con la que en un cuarto de hora logra representar con total precisión los rasgos esenciales de una forma de vida y de trabajo, es decir, de una cultura en sentido profundo. Carece de réplica su desarmante capacidad para ensamblar la cámara con lo que la cámara filma. Pocos colegas suyos alcanzan, por ello, parecida majestad en el uso expresivo del encuadre y el encadenamiento, también invisibles, como los saltos de tiempo y la puesta en pantalla, que es de apasionante transparencia, y hay que apretar los ojos para percibir su ritmo. Y de ahí procede la paradójica sensación de primitivismo, o de clasicismo fundacional, que crea un cine como el suyo, formalmente tan evolucionado".

Narra la película una historia, o lo que sea, de supervivientes, de gente que todavía se gana la vida con las manos, de espaldas a la tecnología. Y representa así, en medio de una sociedad de ahora, un islote de eterna vida de siempre no contaminado por basura tecnológica, una flotación en la que reinan formas de relación de la gente con la vida y la naturaleza tan antiguas como el hombre y que Iosseliani muestra como absolutamente ricas, vivas, vigentes. Y todo discurre en el filme sobre ese tempo o música visual que se ajusta milimétricamente a los meandros de un relato, o lo que sea, en el que no sucede nada, pero con la salvedad de que su nada suceder es un suceso imaginario singular y poderoso. De ahí que no provoque Lundi matin golpes de risa, pero que ante él la sonrisa brote pronto, se instale en los ojos y se quede en ellos.

Es el de Iosseliani un mundo sin palabras que derrocha elocuencia, porque las sombras de sus palabras se ocultan detrás de las imágenes y de los ritos de convivencia que proponen sus imágenes. En él, imágenes y ritos conforman las reglas, y éstas, el código de un mundo vivo y que se basta a sí mismo, un universo, el de aquel islote de vida antigua de siempre, recuperada. Es un mundo rodeado de indiferencia y poblado por gentes errantes, por eternos campesinos y por vividores y aristócratas a la deriva, habitantes libres de las cunetas de una sociedad cuya calzada es una máquina trituradora de la libertad. Y en el centro de este mundo, Iosseliani se deja ver como último testigo -apacible, amable, no airado, pero radical-, del fin de un tiempo que no merece la muerte, lleno de gracia, de espíritu.

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