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El estatuto y la Constitución

Marc Carrillo

Decía Thomas Jefferson que la labor del constituyente de un día no puede predeterminar la de generaciones futuras. Se trata de una afirmación razonable. Sin duda, y con la debida ponderación que requiere el paso del tiempo para comprobar la eficacia social de las normas constitucionales, existen buenas razones para argumentar que tanto la Constitución como una norma institucional básica como el estatuto, por muchas virtudes que puedan tener y tienen, no pueden correr el riesgo de petrificarse. Si razones de oportunidad política lo exigen y un amplio acuerdo entre la representación política la legitima, la revisión estatutaria y, en su caso, de la propia Constitución no puede quedar excluida del horizonte institucional.

La genérica propuesta del actual conseller en cap de la Generalidad plantea la elaboración de un nuevo estatuto, de acuerdo con una serie de objetivos que presentan un indudable interés constitucional. A reserva de una futura concreción de la propuesta, cabe afirmar que, excepción hecha de algunos supuestos, no parece que deba comportar reforma de la Constitución.

Ante todo, habida cuenta de que la finalidad pretendida es aumentar las cotas de autogobierno en Cataluña, es preciso exponer de entrada que para que ello sea así no es preciso modificar la Constitución, sino más bien cambiar los criterios que tradicionalmente ha sostenido el legislador estatal sobre el ámbito de la legislación básica. Es bien conocido que este mínimo común denominador que fija la ley como competencia exclusiva del Estado en un buen número de materias (por ejemplo, sanidad, administraciones públicas, radiotelevisión, medio ambiente, etcétera) ha respondido tradicionalmente a un contenido mas propio de la directriz detallada y concreta que a la enunciación de grandes principios. Ello ha supuesto que el margen de maniobra para el legislador autonómico para desarrollar lo básico en el ejercicio de sus propias competencias ha sido más bien reducido. Por esta razón, si el legislador estatal, es decir, las mayorías parlamentarias, que son la única instancia que lo pueden llevar a cabo, reconsiderase esta expansiva concepción de la legislación básica, de forma más tributaria de la formalización de grandes principios, el autogobierno experimentaría un notable crecimiento material sin necesidad de modificar ni la Constitución ni el propio Estatuto.

Entre los objetivos de la propuesta se encuentra aquel que pretende hacer de la Generalitat la Administración única en Cataluña. Es decir, que en términos generales sea la Administración autonómica la que asuma las competencias ejecutivas y de gestión. Es evidente que una parte de ellas ya le corresponde a la Generalitat y otra importante la conserva el Estado, y éstas podrían ser objeto de una eventual transferencia a través de las leyes del artículo 150.2 de la Constitución, con la única restricción de aquellas que por su propia naturaleza no sean susceptibles de la citada transferencia. En este sentido, una parte de la jurisprudencia constitucional producida en los últimos años avala que algunas competencias ejecutivas pasen a la competencia autonómica.

Otro de los temas controvertidos es el referente a la presencia de Cataluña en las instituciones comunitarias, especialmente en lo que se refiere a hacer sentir su voz en los consejos europeos. En los estados europeos de naturaleza compuesta, parece que actualmente es Bélgica el que instrumenta de manera más fluida la presencia de las regiones que lo integran, así como también Alemania, siempre que exista acuerdo entre los partidos que gobiernan en el land y en el Gobierno federal, y en menor grado Austria. Pues bien, nada impide que de forma coordinada con el resto de las comunidades autónomas y en algún caso también de forma bilateral, en función de la materia, Cataluña pudiese participar junto con el Gobierno central en la conformación de la voluntad estatal ante las instituciones comunitarias. E incluso, como recientemente ocurrió con motivo de la presidencia belga de la Unión Europea, un representante catalán pudiese presidir un Consejo de Ministros europeo de carácter sectorial.

Claro es que para que ello sea así parece lógico que las instituciones centrales del Estado experimenten una mayor adecuación a la estructura políticamente descentralizada que hoy presenta el Estado de las autonomías. Y es lo cierto que en este ámbito el déficit es importante. Se ha repetido hasta la saciedad que el Senado no responde a su hipotética condición de Cámara de representación territorial, lo que hace que la participación autonómica en la Cámara alta sea insignificante. Es evidente que aquí la reforma de la Constitución resulta indeclinable si lo que se pretende es instrumentar un Senado en el que las comunidades autónomas tengan un papel más decisivo en las diversas funciones parlamentarias. Además esta reforma constitucional produciría un efecto expansivo sobre otras instituciones estatales, como el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal de Cuentas, facilitando una mayor incidencia autonómica en su composición y funcionamiento.

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Finalmente, la configuración de un nuevo estatuto -que a la postre siempre sería producto de su reforma- que exprese con nitidez las diferencias entre nacionalidades y regiones cuya autonomía reconoce el artículo 2 de la Constitución exige para que sea efectivo, sobre todo, una diferenciación competencial. Y ello puede alcanzarse, sin cuestionar los principios de integración autonómica, a través de la transferencia de competencias del artículo 150.2 de la Constitución en un régimen de seguridad jurídica para Cataluña que opere pro futuro una vez incorporada la competencia al régimen de autogobierno.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Pompeu Fabra

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