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Reportaje:

Con la Iglesia hemos topado"

Una crítica al "asfixiante peso del cristianismo" en la cultura sevillana

El rock & roll es un tipo de música que nació con afán polémico: desde el celebérrimo Roll over Beethoven, ha sido diseñado para sacudir la modorra de las mentes bienpensantes, denunciar las paradojas de un mundo demasiado acomodaticio que vive anclado en el perpetuo homenaje a sí mismo, demostrar que existen voces marginales que no se identifican con las estructuras vigentes y que reclaman un oído fuera de los mentideros acostumbrados.

Por eso el rock & roll, aparte de para hipnotizar a los adolescentes, ha servido de cobijo a una prolija colección de pederastas, alcohólicos, toxicómanos y desquiciados de varias raleas; y es que su ritmo espasmódico tolera toda clase de mensajes, aun aquellos que mezclan jerarquías y escatología y cubren a los próceres con adjetivos propios de otros seres más retrasados en la escala evolutiva. En España, la época de la transición supuso una verdadera edad de oro para la vena más salvaje e iconoclasta del rock vernáculo. Se podría citar a la remota Banda Trapera del Río, que en su primer elepé disparaba simultáneamente contra la democracia y el clero: "Padre nuestro que estás en el gobierno -cantaban-, santificado sea tu dinero". En Sodoma y Chabola, Leño, la formación de Rosendo, criticaba la desidia de los políticos que dejaban a los niños agonizar en barriadas del extrarradio de Madrid.

Los hermanos mayores que solicitan respeto para sus estatuas deberían ser también respetuosos"

Cómo no recordar la ruidosa rebelión de todo el magma de grupos que surgió en Euskadi a principios de los ochenta, Kortatu, Eskorbuto y otros, y a La Polla Records, que gritaba a voz en cuello a través de los micrófonos que todos los fascistas vivían cara al culo y que ser demócrata y cristiano valía por ser un gusano. La provocación no conocía fronteras: Ilegales podía atreverse incluso a ensalzar la memoria de Hitler en un tema en que anatemizaban el mal olor de los hippies. A pesar de la ferocidad de todos aquellos himnos, de la furia con que se voceaban desde el plato del tocadiscos, ninguno de ellos fue censurado y ninguno de sus autores conoció el calabozo, no al menos por ejercer de letrista.

Tenía que llegar la formación sevillana Narco a meterse con la Semana Santa para comprobar que, como dijo Alonso Quijano, todo es topar con la Iglesia.

Según la Constitución, vivimos en un Estado aconfesional y laico, donde los poderes legislativos, ejecutivo y judicial son netamente independientes de cualquier facción religiosa. Sin embargo, en Sevilla en particular y en Andalucía en general, el peso del cristianismo se deja sentir con una especial intensidad que a veces llega a asfixiar a quien busca aliviarse las espaldas. Tal vez el título de cristianismo resulte inadecuado para definir esta idolatría que lleva a masas de personas a adular a las imágenes hasta límites cómicos: parece que los salmos y las genuflexiones van más dirigidos a la madera que al rostro que representan.

Cada uno puede rezar a lo que quiera y no deseo inmiscuirme en las creencias de nadie (yo, sin ir más lejos, rezo a Borges y a Grace Kelly); el problema surge cuando esa parte de la población enamorada de sus iconos obliga a todo el resto a rendirles pleitesía, a dejarles paso en la calle, a llamarlos bonitos, hermosos, milagrosos, y a perseguir con todas sus armas a quienes se atreven a discrepar y no se molestan en persignarse. Las imágenes infestan Sevilla; no están sólo en las iglesias ni en los escaparates: monopolizan las exposiciones de pintura de las cajas de ahorros, llenan las páginas de poesía de las revistas de barrio, incluso acaparan las agendas de los políticos y empresarios de la región. Es comprensible que haya paladares que se cansen; no se puede atiborrar de pollo a bocas que también encuentran apetitoso el pescado.

El grupo Narco se encuentra dentro de esas bolsas residuales de sevillanos que, como yo, no creen que toda la cultura de nuestra capital deba reducirse a incienso y tambores. Me consta que el autor del famoso juego Matanza cofrade es del mismo sentir. Podrá no estarse de acuerdo con la forma elegida para expresar su queja, pero a mí no me cabe la menor duda de que su ira es tan justa como la del mismísimo Jehová. Lo que ha hecho esta persona ha sido simplemente dotar de un envoltorio explosivo al grito que lucha por brincar desde el fondo de sus pulmones: soy sevillano y las cofradías me traen al fresco. Quizá esos hermanos mayores que solicitan respeto para sus estatuas deberían ser también respetuosos con quienes no viven a su sombra y dejarles opinar lo que deseen.

Por lo demás, llegar a extremos como arrestos y confiscaciones crea sospechas de muy mal olor sobre la independencia de la ley en un país en que la libertad de expresión figura en uno de los puestos titulares de nuestra Carta Magna; dos son ya los detenidos por colgar páginas en Internet de contenido cofrade con la irrisoria excusa de no abonar los royalties debidos a vírgenes y cristos con los rasgos patentados. Aparte del funesto videojuego, el disco compacto de Narco no incluye otra alusión a las hermandades de Sevilla. Después de despotricar contra el poder, el fariseísmo de las autoridades, los usos, costumbres y vicios de un país que no acaba de desperezarse de cuarenta años de dictadura, ¿va el rock español a ser procesado por usar el nombre del Gran Poder en vano? Será que con Sevilla hemos topado, Sancho.

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