Elegía del pájaro herido
Tiene Kamchatka rasgos de obra maestra, de cine en estado de plenitud, dotado de altísima fuerza de arrastre emocional. Es un tierno, severo y conmovedor poema elegíaco, que, bajo la intensidad de sus silencios de paredes adentro, esconde el seco golpe de ruido y de furia de una tragedia colectiva de proporciones inabarcables; que, bajo las sedas de un despliegue lleno de pudor y de elegancia, mueve una áspera y abrupta representación del dolor y el sacrificio humanos; que, bajo la sensación de facilidad con que parece estar hecho, deja ver en el subsuelo de sus imágenes un laborioso y exquisito ejercicio de cine-reloj; y que, bajo sus serenas evidencias, logra que del subsuelo de las imágenes que mueve broten los ríos ocultos de varias simultáneas lecturas del poema, de varias películas dentro de una.
KAMCHATKA
Dirección: Marcelo Piñeyro. Guión: Marcelo Figueras. Intérpretes: Cecilia Roth, Ricardo Darín, Héctor Alterio, Tomás Fonzi, Matías del Pozo, Milton del Canal, Fernanda Mistral. Argentina-España, 2002. Género: drama.
Ocurre Kamchatka en un tiempo inconcreto, corto pero nebuloso, recordado, arrancado de la muerte. El tiempo del filme es ahora mismo, el flujo vivo de la conciencia de su invisible narrador, un hombre de unos 35 años, que convoca en la pantalla a su memoria de los sofocantes días que siguieron al golpe militar genocida contra Argentina de 1976. El narrador, dueño de la palabra que despierta y da forma a los insondables silencios de entonces, es en la pantalla un niño de alrededor de diez años que, junto a su hermano menor, deambula en la trasera del pequeño coche dos caballos de sus padres errantes, fugados de su domicilio en busca de un agujero donde guarecerse del zarpazo de la caza del hombre que se desató sin alma y sin estruendo en el Buenos Aires de aquellos días. Sólo durante unos segundos vemos en pantalla un control militar en una calle y, sin embargo, el filme -que discurre sobre un prodigioso uso de la elipsis, de la sugerencia, del fuera de campo- es la más ancha y honda representación de aquella catástrofe que ha dado el cine.
Dice nuestro diccionario sobre el término elegía, con que antes describí a Kamchatka: "Composición poética en que se lamenta la muerte de una persona o cualquier otro caso o acontecimiento digno de ser llorado". Elegías eminentes son El río, de Jean Renoir, y El sur, de Víctor Erice, y ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford, y Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan, y Un lugar en el mundo, de Alfredo Aristarain. Pues a esa escasa y sublime estirpe pertenece esta humilde maravilla, sostenida por un guión que roza lo perfecto, de Marcelo Figueras y una dirección de alta y noble precisión de Marcelo Piñeyro, que mira el dolor de frente y jamás acude a las facilidades del énfasis.
Y ambos soplos de genio e ingenio confluyen en una creación en carne viva de Cecilia Roth, Ricardo Darín y dos asombrosos niños, Matías del Pozo y Milton del Canal, que, con Tomás Fonzi, Héctor Alterio y Fernanda Mistral al fondo, elaboran metáforas de gran vuelo conceptual y energía moral, como la imagen del pájaro herido; o la casa convertida, por los últimos restos de vida de paredes adentro, en signo de vaciamiento de un país. Y la leyenda de Houdini, artista de la fuga; y la viciada calma del ojo del huracán; y la intuición trágica del niño borracho que cree haberse matado; y el asombro de la noche irreal estrellada donde el niño-adulto enmarca el idilio de sus padres; y la encerrona del padre en una cabina telefónica; y el súbito y turbador apagón de la luz. Y más y más llamadas al consuelo del llanto elegíaco.
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