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El hombre que salvó a la derecha

Schüssel ha dado a su partido su primera victoria en 36 años

Javier Moreno

Trajeados, clavel en la solapa y banderita austriaca en el ojal, grupos de jóvenes volvían a casa la noche del domingo por las calles de Viena tras celebrar el triunfo de los conservadores. El paso era ligeramente inseguro, resultado del champán. Pero la impresión general era de orden. Contentos, pero sin perder la compostura. Probablemente no podía ser de otra manera, dada la personalidad del triunfador al que venían de aclamar: Wolfgang Schüssel, funcionario del partido popular (ÖVP) durante 34 años, cellista aficionado y el canciller más gris y calculador de la historia de Austria, a decir de los que le conocen bien.

Indudablemente, dos cualidades imprescindibles para alcanzar el poder en Austria en los tiempos que corren, con centenares de miles de votos de la ultraderecha en danza, buscando un redil en el que refugiarse. El primero que intuyó la valía del personaje, en 1995, fue Helmut Kohl. "El mejor que tenéis es el Schüssel", les dijo el canciller alemán a sus correligionarios austriacos, con esa despreocupación suya por la corrección lingüística. No hizo falta más. La ejecutiva del partido decidió inmediatamente nombrar jefe del ÖVP a Schüssel, recién regresado aquel día de un viaje a China como ministro de Comercio.

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Y a partir de ese momento, el Schüssel comenzó una carrera (gris) hacia el poder, cuya culminación celebró el domingo tras lograr absolutamente todos sus objetivos: volver a ser canciller tras una coalición de dos años y medio con la ultraderecha que le valió insultos y que cubrió de vergüenza a Austria en todos los foros internacionales, convertir a su partido en la primera formación del país tras 36 años de ser segundos o terceros, y relegar a la crisis al SPÖ, el partido socialdemócrata que, con Bruno Kreisky y otros líderes a la cabeza, jugó un papel fundamental en Europa en los años setenta y ochenta y que contribuyó a transformar definitivamente el socialismo en el continente.

Schüssel, de 56 años, no ha tenido nunca objetivos tan ambiciosos. Hijo de un periodista afiliado al partido nazi antes de la derrota en 1945 y de una maestra, el actual canciller creció marcado por las dificultades económicas. Pero tras entrar en el ÖVP, comenzó su largo aprendizaje y su lento ascenso al poder. Siempre bajo el cálculo más frío. Rechazó la dirección del ÖVP en Viena por miedo a estrellarse (en la capital siempre han dominado los socialdemócratas). Alegó razones familiares para no aceptar el cargo de comisario en Bruselas, aunque muchos sospecharon siempre que no quería perder comba en la política nacional. Y, mientras, aprendía todos los trucos que puede ofrecer un Gobierno de coalición en política a un joven ambicioso: maniobras tácticas, intrigas, búsqueda de aliados, amigos, enemigos.

Todo ello sin excepción lo ha aplicado en lo que se considera ya la obra maestra de su carrera política: atraer a los ultras al Gobierno, dividirlos mediante maniobras (premiar a los moderados frente a los más rebeldes), convocar elecciones por sorpresa en el momento más complicado del FPÖ, y finalmente relegarlos a la irrelevancia política tras hundirlos en las urnas.

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Pero pactar con el diablo tiene un precio. Los 600.000 votos de Haider que Schüssel ha tomado prestados para culminar la obra de su vida pesan

ahora sobre su política. Pocos dudan de que sabrá manejarlos. Con frialdad, como siempre ha hecho las cosas. Pero quien juega con fuego, en política, se arriesga a provocar incendios en los bosques más insospechados.

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