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Columna
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El espejo turco

Andrés Ortega

Tras la aplastante victoria electoral del partido de Erdogan, la Unión Europea ha comenzado a mirarse en el espejo de Turquía, cuya aspiración a entrar en su seno le plantea una difícil cuestión. ¿Es Turquía Europa? En sus momentos más bajos, el Imperio Otomano fue "el enfermo de Europa", y no "de Asia", recuerda, en una carta abierta a Giscard d'Estaing, Mehmet Ögütçü, funcionario de la OCDE (a la que pertenece Turquía, como también a la OTAN y al Consejo de Europa). Paradójicamente, los turcos pueden estarle agradecidos a Giscard, presidente de la Convención constitucional de la UE, pues, con sus declaraciones estrepitosas sobre la disolución de la Unión si llega a entrar Turquía, el gran valedor de la rapidísima entrada de Grecia cuando era jefe del Estado francés ha reducido el margen de maniobra de la próxima cumbre de Copenhague. Aunque no acabe siendo todo lo positiva que quisieran los turcos, el Consejo Europeo difícilmente podrá dar una respuesta negativa a Ankara que aspira, al menos, a que no se produzca la ampliación a los 10 nuevos miembros sin un calendario para su inclusión. Chirac y otros se han decantado a favor.

Turquía vive un nuevo momento definitorio. La experiencia de un movimiento islámico (que insiste que no lo califiquen de islamista) en democracia secular puede ser esencial no sólo para Turquía, sino para el conjunto del mundo musulmán. Si la UE le dice no, puede provocar una involución en Turquía y en buena parte del islam, y facilitar el empujón, directo o indirecto, de los militares. ¿En nombre de un laicismo controlado por los militares se va a preferir la dictadura a la democracia? Incluso está por demostrar si el laicismo turco puede llegar a ser liberal y, por ejemplo, dejar de prohibir el uso del pañuelo en los centros oficiales, como es el caso en la actualidad, norma que ya ha empezado a violar la esposa del nuevo primer ministro Abdulá Gul. Si la UE sabe gestionar la situación puede contribuir a profundizar el régimen de libertades y democracia que formalmente propugna Erdogan, cuyo éxito no está, sin embargo, asegurado, pues tendrá que hacer equilibrios para frenar las demandas de sus bases.

Cabe considerar que, por cuestión de tamaño, economía y ubicación estratégica, Turquía, en el futuro previsible, no tiene fácil en la UE, sino con la UE. Pero, llegados a este punto, después de que los Quince aseguraran en 1999 que Turquía "está destinada a entrar en la EU sobre la base de los mismos criterios que se aplican a otros Estados candidatos", no hay vuelta atrás. Se ha de exigir el cumplimiento de esos criterios, y Erdogan sabe que esa meta le ayuda a avanzar hacia una democracia plena. Quizá las futuras negociaciones de adhesión y la propia evolución de la Unión y de Turquía acaben demostrando a los turcos y a los comunitarios que ese país no encaja bien en la UE y se busque entonces una status especial. Pero ese puede ser el final de un proceso, no un punto de partida. Y si hay encaje, podrá entrar. No se sabe cómo será la UE, tras el big bang de una ampliación cuya mala preparación, aunque históricamente comprensible, puede haber favorecido la alergia a la perspectiva de ingreso de Turquía. De la próxima ampliación se quedan fuera, al menos de momento, Bulgaria y Rumania, que, según testigos presenciales, el comisario de la ampliación, el alemán Verheugen, considera "del otro lado de la línea de división cultural". Una visión un tanto peregrina que puede llevar al ostracismo a una parte de los Balcanes, cuando la perspectiva de ingreso en la Unión Europea es el factor más dinámico y potente de modernización.

Quizá Giscard crea, como Chateaubriand, que "pretender civilizar Turquía no es extender la civilización en Oriente, es introducir la barbarie en Occidente". Si se rechaza a Turquía por razones religiosas o culturales, los casi 20 millones de musulmanes que viven en la actual Unión Europea se sentirán como prisioneros. Guste o no, Europa es crecientemente multicultural.

aortega@elpais.es

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