Desigualdad no es discriminación
La riqueza y diversidad de la personalidad es irreductible a conceptos de género, raza o etnia. Detrás de cualquier reduccionismo de personas o grupos a un cajón uniforme laten planteamientos de intolerancia o de dominación irracional.
Los antropólogos han clasificado las diferencias y su resultado es la pluralidad alejada de la uniformidad empobrecedora. Sin embargo, frente a esta realidad ancestralmente comprobada, Rousseau llegó a escribir que "la primera fuente del mal es la desigualdad". Se podría colegir por ello que la desigualdad es sinónimo de mal. ¿Dónde está por tanto la paradoja? A fuerza de abrir los ojos a la historia y visitarla desde la realidad, diremos que existe una línea de separación muy clara entre desigualdad y discriminación, no sólo como conceptos jurídicos sino, ante todo, como conceptos sociales.
Hoy nuestra sociedad aún tiene la obligación de recordar que la violencia es un acto de sinrazón
La desigualdad es un reconocimiento de la pluralidad, y la discriminación es un acto voluntario que se enfrenta a la pluralidad. Y en este recoveco incierto radica la confusión. Las mujeres y los hombres no son iguales, pero de ahí no cabe desprender discriminación alguna, y mucho menos practicar reduccionismos con pretendido valor universal. La felicidad individual es un bien al alcance de toda la humanidad cuya prohibición o traba conduce a la discriminación. El crepúsculo de dicha confusión es la violencia que los hombres ejercen contra las mujeres. La discriminación rompe en este caso el principio de diferencia. Y así se mantuvo en España, incluso en el Código Civil que recogía en su artículo 57 que "el marido debe proteger a la mujer, y ésta obedecer al marido".
La equiparación de la desigualdad con la discriminación ha sido durante mucho tiempo la treta sobre la que se ha mantenido el principio de autoridad sobre la mujer y como acabamos de comprobar tenía su cobertura institucional en el ordenamiento jurídico. La primera consecuencia de esta ancestral confusión es su proyección patológica en violencia. Una mujer, por el hecho de serlo, es diferente del hombre y ello garantiza la pluralidad social como primer escalón, pero en ningún caso deja abierta la puerta para barrar la libertad y la felicidad individual que ésta tiene reconocida a partir de su nacimiento.
La lucha emprendida por las mujeres y por la sociedad en los dos últimos siglos, no busca la consolidación de una diferencia, sino que va más allá y reclama un derecho inalienable cual es el derecho a no ser discriminadas por la diferencia. Este principio ético lleva en sí mismo un grado de coyunturalidad que sólo desaparecerá cuando seamos capaces de valorar la diferencia en su dimensión positiva y enriquecedora, liberada de cualquier atisbo de discriminación. Estamos, por tanto, ante un derecho fundamental en su más clara significación: inherente a la naturaleza humana.
La discriminación es un acto basado en la voluntad humana o en la fuerza. Y una vez más ante esta disyuntiva vemos cómo la mujer puede sufrir aún hoy ambas discriminaciones. Una mujer que roba debe ser detenida, juzgada y encarcelada en su caso, porque hemos arbitrado una discriminación basada en la razón de la ley. Lo mismo ocurre con el hombre. Sin embargo, una mujer que es golpeada, violada o sometida psicológicamente es discriminada por la fuerza. En este segundo caso la fuerza no es otra que la sinrazón. Y en esta sinrazón se asienta la discriminación por razón de sexo que aún hoy actúa como degradante contra la propia humanidad, porque tal acto con ser casi exclusivo de los hombres, hace fracasar a la humanidad en su conjunto.
Entre la desigualdad y la discriminación existe una brecha imposible de salvar por tratarse de dos conceptos antitéticos. La complementariedad de la desigualdad o la diferencia hay que buscarla en el reconocimiento y en la participación. Participación social activa con la que expresar la diferencia y enriquecer el pluralismo.
La Generalitat Valenciana ha puesto en marcha, desde esta perspectiva, el Plan de Igualdad de Oportunidades, el Plan de Medidas para combatir la violencia que se ejerce contra las mujeres y la Ley de Igualdad entre Hombres y Mujeres. Desde esta capacidad participativa, que tiene en el Consejo Valenciano de la Mujer su máxima expresión, y de mantenimiento de la diferencia hemos emprendido la senda para la erradicación de la violencia.
Hoy nuestra sociedad aún tiene la obligación de recordar que la violencia es un acto de sinrazón, un acto de fuerza y que, por tratarse de un proceso histórico largo, es necesario actuar en muchos frentes: desde la concienciación social hasta las políticas públicas preventivas y, también, las medidas punitivias.
En este proceso emprendido por las instituciones y por la sociedad en su conjunto estamos inmersos todos. Consolidemos, pues, el reconocimiento de la diferencia sobre la base de la no discriminación.
Rafael Blasco Castany es consejero de Bienestar Social de la Generalitat.
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