¿No se puede hacer mucho más?
Dedicar una fecha en el mes de noviembre, un "Día Internacional" -tal como se propuso por parte de Naciones Unidas en 1999-, para reflexionar, denunciar, sensibilizar a la sociedad y proponer alternativas y actuaciones dirigidas a la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, puede producir la sensación de ser -o empeñarse en ser- como Sísifo, aquel personaje mitológico que empujaba una piedra hacia lo alto de una montaña, y que, cuando parecía haberlo conseguido, la piedra caía por la pendiente, y él volvía de nuevo a empujarla hacia arriba. Al menos, esa es mi sensación personal, en ésta y en muchas otras problemáticas. Y sin embargo, siguen siendo no sólo necesarias, sino cada vez más necesarias, las respuestas y las acciones sociales y políticas contra la violencia de género, desde cualquier perspectiva o sensibilidad ciudadana, civilizada, democrática, solidaria, y por supuesto, feminista.
Los porqués son tristemente demasiado obvios: a pesar de que en la administración pública existen ya organismos, institutos, direcciones generales, cargos políticos y personal, oficialmente dedicados a desarrollar programas y medidas políticas, legales, educativas y asistenciales, tendentes a dar respuestas efectivas a este problema; la violencia contra las mujeres en el interior del espacio doméstico no disminuye, sino que parece aumentar. No se trata sólo de que cada día sea más visible, y no se trata sólo de que ahora se produzcan más denuncias; denuncias que, por otro lado, sólo representan un pequeñísimo porcentaje de los casos. Se trata, sobre todo, de que la violencia contra las mujeres aumenta en cantidad -el número de mujeres asesinadas o agredidas por sus parejas es cada vez mayor-, y aumenta también en sus múltiples formas indirectas y sutiles. Pero aún más: es que se ha situado en la opinión pública y en las declaraciones de muchas personas responsables políticamente del tema en la actual administración, la actitud de que no se puede hacer mucho más o no se sabe hacer mucho más; o peor, de que hay una especie de fatum que justifica el que, en el fondo, de "puertas adentro", no hay que hacer demasiado, o incluso que es mejor no hacer demasiado, porque en última instancia, se sigue pensando que lo privado no es político, que el Estado y sus leyes reguladoras de la convivencia, la igualdad, el contrato social civilizatorio, la educación, el respeto, no entran en el territorio de lo privado, de la familia, Y ya sabemos que cuando se dice familia se quiere decir mujer.
Es, en el fondo, una cuestión de mantenimiento de pautas culturales y de un universo simbólico patriarcal por medio del cual, desde los mismos orígenes ilustrados y liberales de la contemporaneidad, se excluyó política, jurídica y teóricamente a las mujeres de la igualdad, de la libertad, de la ciudadanía y del contractualismo como base de la esfera pública, por el hecho de ser consideradas "distintas por naturaleza", y por tanto, no susceptibles de entrar en el "pacto", en el contrato roussoniano entre los "iguales", es decir, entre los varones. Pero al mismo tiempo, y paradójicamente, es este mismo universo simbólico el que consideraba la esfera privada, y la familia misma, como un territorio precivilizado, "pre-político", reducto del "paraíso perdido", donde no entraba el autocontrol civilizatorio, tanto para bien como para mal, pero sobre todo, para mal. Un espacio privado entendido como aquel espacio donde el "hombre público" se consideraba con permiso para aquellas manifestaciones y reacciones más espontáneas, "naturales" y no "civilizadas", particularmente con "su" mujer, tratada tradicionalmente en los códigos civiles como una menor de edad, como un ser subordinado y dependiente, no autónomo, al que las leyes inglesas hasta mediados del siglo XIX autorizaban legalmente a pegar, y las prácticas consuetudinarias del civilizado mundo occidental, a maltratar.
Ahora y aquí, en los comienzos del siglo XXI, no se trata ya sólo de maltratos físicos, que continuan existiendo en todas las clases sociales, aunque estén particularmente presentes en los sectores con pocos estudios y escasos ingresos económicos, o entre la población emigrante. Se trata además de una violencia entendida, tal como señala el Artículo 1 de la Declaración sobre la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, como "todo acto de violencia que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para las mujeres, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad". Por tanto, se trata igualmente de la violencia psicológica, menos tangible y más sutil, consistente en actos o conductas tendentes a la desvalorización, humillación o descalificación, exigencias de sometimiento y de obediencias, agresiones verbales o, también, chantaje emocional. Es decir, de todos aquellos actos que, mantenidos desde una cultura sexista y patriarcal, no respeten la voluntad, la individualidad y la libertad personal.
Y desde estas perspectivas, por supuesto que "lo personal es político", y debe serlo para el Estado, en el sentido de que los poderes públicos y los responsables políticos tienen que proponer, desarrollar y ejecutar medidas de todo tipo, legales, asistenciales, policiales, educativas, informativas, a corto y a largo plazo, etc... Y no sólo de "imagen", cuando en muchas ocasiones, faltan recursos económicos para elementos infraestructurales básicos. Porque de lo contrario, puede seguir ocurriendo, como ocurre ahora y aquí, a nuestro lado, el que mujeres sin recursos de ningún tipo sigan siendo, en algún caso, disuadidas "de facto" de presentar denuncias, por las mismas personas que debían informarlas, protegerlas y darles soluciones, diciéndoles que no es tan fácil como se hace ver en los medios de comunicación. Si no se consigue dar soluciones inmediatas desde la administración pública para problemas absolutamente urgentes e inaplazables, puede que se esté actuando de alguna manera, en esta cuestión tan prioritaria, como en aquella anécdota del político brasileño que ante la demanda que le planteaba una mujer pobre y analfabeta, le contestó que le enviase un fax explicando el tema. La violencia a la "salsa patriarcal" difícilmente puede explicarse en un fax.
Ana Aguado es profesora de Historia Contemporánea en la Universitat de València.
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