Garrote vil: ¿qué hacer?
Durante tres días del pasado mes de octubre, Barcelona reunió en un Congreso sobre Campos de Concentración y Mundo Penitenciario, organizado por el Centro de Estudios sobre la Época Franquista y la Democracia y el Museo de Historia de Cataluña, a numerosos historiadores especialistas. Fue una reunión provechosa. A su fin, los cerca de 200 congresistas aprobaron una breve declaración que combinaba el conocimiento histórico con la sensibilidad civil democrática. Tras un preámbulo, el primero de los cinco puntos de la misma pedía "que sea tipificada como delito la apología del franquismo". Desde esa afirmación primordial se alzaban otras cuatro peticiones. La segunda de ellas solicitaba a todos los poderes públicos con competencia la eliminación de los símbolos, nombres y monumentos de la dictadura. Esa declaración ha sido transmitida al presidente del Parlament de Catalunya y a todos los grupos parlamentarios de las Cortes españolas.
Aceptar y actuar conforme a esa petición supone cambiar sin reparo nombres del callejero, mover monumentos, piedras de homenaje, águilas y yugos no sólo de España, sino de Cataluña y Barcelona. Pero no equivale a desatar una acción iconoclasta que liquide estatuas, oculte o destruya emblemas fascistas o prohíba el uso de objetos utilizados en el ejercicio de la violencia del Estado franquista, por ejemplo el garrote vil.
Días pasados, Iniciativa per Catalunya Verds propuso a las Cortes la retirada de ese objeto mortal y cruel de la Fundación Cela, en Iria Flavia, donde se exhibe en la sala destinada a la novela La familia de Pascual Duarte, precisamente el garrote que, después de segar la vida de varios reos anónimos, no sólo comunes sino también políticos, en 1974 y en la prisión Modelo de Barcelona, al parecer (el asunto no está suficientemente documentado) acabó con la vida de Salvador Puig Antich. La familia, después de solicitar su retirada de la Fundación Cela, ha pedido su "destrucción", "i que la justícia el cremi per sempre més" (La Vanguardia, 11 de noviembre de 2002). No estoy seguro de que todas las familias afectadas por la muerte a garrote estuvieran de acuerdo con esa posición, incluso quizá preferirían lo contrario.
Sacar de los espacios públicos nombres, símbolos, objetos y monumentos significa precisamente impedir la exaltación pública del fascismo, pero su destrucción o su olvido en almacenes, sin catalogación ni mantenimiento tiene el efecto contrario, comporta aniquilar algo muy serio, las pruebas empíricas de los actos de crueldad de un régimen político, las pruebas materiales de sus acciones. Testimoniar y documentar, esa es la función de los objetos de nuestra arqueología política y social para comprender el presente, para construir proyectos.
Más allá de las magnitudes de muertos y deportados, de la intensidad de la tortura y la desaparición sobre la que necesariamente se fundaron y vivieron los fascismos y dictaduras de Europa, existe un elemento común entre ellos, un proyecto que compartieron, la voluntad de ocultación del crimen. ¿Nos damos cuenta de que nosotros mismos podemos destruir las pruebas empíricas de la crueldad, favorecer el negacionismo?
Aniquilando objetos aniquilamos en realidad documentos. Pero en ese caso aniquilamos no sólo información, sino también la posibilidad de usar esos materiales para explicar en un lenguaje objetual, visual, la historia de la dictadura y de la libertad, indisociables una de otra. Primo Levi nos contó con razones exactas y poderosas por qué no debían ser destruidos los hornos crematorios de los campos nazis. Distintos colectivos de nuestra ciudad han argumentado sólidamente las razones por las que debe mantenerse en pie la cárcel Modelo, el edificio que alberga mayor dolor histórico de mi pasado urbano, tan sólo en sórdida competencia con el castillo de Montjuïc.
Un objeto, una placa de calle, un monumento, es un documento, y al igual que él responde según las preguntas que le efectuamos, es decir, según el uso que decidimos darle. El garrote vil, expuesto como curiosidad, es un objeto sin vida, extraño y mudo, no va más allá de una frivolidad que sin duda hiere a quien dejó una persona querida entre sus hierros, y eso resulta intolerable. Pero ese mismo y otros objetos y símbolos es necesario que sean preservados porque contextualizados históricamente, formando parte de instalaciones adecuadas, resultan insustituibles para exponer qué es una dictadura, en concreto la del general Franco, las razones de su existencia, la necesidad de sus métodos criminales para perdurar. Una necesidad explicable porque siempre existieron quienes se negaron a consentir la dictadura y actuaron en su contra.
Por ello me parece acertada la proposición de ley que ICV presentó en las Cortes: "Establecer el principio de uso didáctico con la finalidad de difundir y exaltar los valores democráticos, para los objetos relacionados con la represión franquista que sean propiedad del Estado. Las peticiones que se realicen a cualquier organismo del Estado para la cesión de dichos objetos deberán contener los argumentos sobre el uso didáctico que se pretenda". Eso impide su destrucción y abandono, regula con sentido pedagógico su uso puesto que esos objetos del pasado franquista deben circular en exposiciones, en museos, en todo espacio o instalación cuyo objetivo último sea una pedagogía de los valores democráticos.
Sanear el país de nombres, símbolos y monumentos franquistas no equivale a destruir; significa condenar oficialmente la dictadura, evita echarla al olvido, significa hacerle justicia, y en historia la única justicia posible es la del conocimiento. Una justicia parca, desde luego, porque nadie devolverá la vida a las víctimas.
Ricard Vinyes es historiador.
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