La mala salud de JFK
Nuevos documentos desvelan los problemas médicos de John F. Kennedy
Los historiadores sabían que John F. Kennedy estuvo a punto de morir a los dos años cuando contrajo la fiebre escarlata. Sabían que tenía una salud frágil y un historial médico abultado. Sabían que sus dolores crónicos de espalda eran tan desgarradores que en sus últimos años de vida no podía ponerse los calcetines y los zapatos sin ayuda. Sabían que tenía osteoporosis, úlceras, infecciones urinarias y hasta un brote de malaria en su juventud.
Lo que nadie conocía hasta ahora es que en 1962, cuando la crisis de los misiles había puesto al mundo al borde de un enfrentamiento nuclear, John F. Kennedy, encargado de tomar las decisiones que podían determinar el futuro de la civilización, dependía de pastillas e inyecciones que le permitían dormir, despertarse, sujetarse en pie o estar medianamente consciente.
El presidente recibía hasta ocho inyecciones con sedantes antes de asistir a un acto público
Ahora, por primera vez, la familia de JFK ha abierto las cajas con el historial médico del presidente para que un biógrafo y un médico estudien los documentos que permitan ayudar a completar una biografía todavía oscura. La condiciones: sólo les concedieron dos días de acceso a un mar de prospectos, recetas, diagnosis, decenas de análisis y cientos de radiografías; además, podían tomar notas, pero se les prohibió hacer fotocopias.
Parte de la investigación del historiador Robert Dallek aparece en el número de diciembre de la revista The Atlantic. El diario The New York Times también ha adelantado algunas conclusiones, que formarán parte de la biografía que prepara Dallek, titulada Una vida inacabada: John F. Kennedy, 1927-1963.
A Kennedy siempre se le presentó como un político repleto de vigor y energía. Ahora se entiende por qué su equipo político más cercano nunca pareció excesivamente disgustado con los mitológicos devaneos sexuales del presidente: ayudaban a construir una leyenda de fortaleza física que escondía su realidad enfermiza. Y sólo ellos sabían que esa energía en el dormitorio podía no ser del todo natural, sino más bien producto de las inyecciones de testosterona con las que Kennedy combatía la falta de adrenalina en su organismo por la enfermedad de Addison, que se le había diagnosticado en 1947.
Unos años antes, esa enfermedad habría acabado con su vida, pero se descubrió que la cortisona y después la testosterona suplantaban la falta de energía provocada por la carencia de adrenalina. Conscientes de los males del joven político, los Kennedy guardaban dosis de cortisona en cajas fuertes repartidas por todo el país.
Además del tratamiento con hormonas, Kennedy tomaba antiespasmódicos para controlar su inflamación permanente del colon y antibióticos para una infección urinaria implacable. También tomaba antihistamínicos para combatir alergias, pero le provocaban depresiones que aplacaba con estimulantes. Éstos, a su vez, le obligan a ingerir medicamentos contra la ansiedad; el insomnio que producían lo anulaba con barbitúricos.
Su salud era tan frágil que los médicos le inyectaban gammaglobulina contra las infecciones que iba encadenando. Pero lo peor era su dolor de espalda, tan intenso que en una ocasión dijo que prefería morirse antes de seguir sufriéndolo. Por eso se le inyectaba demerol y metadona cuando empezaba a sentir pinchazos. Según el médico que ha visto el historial clínico de Kennedy, a veces recibía hasta ocho inyecciones con sedantes antes de una rueda de prensa o un acto público.
Las revelaciones también ayudan a entender su perfil político. Durante su campaña para la nominación presidencial, sugirió que Lyndon B. Johnson no tenía una salud tan robusta como para ser presidente, dado que había sufrido un infarto en 1955. Los hombres de Johnson deslizaron el rumor de que Kennedy tenía la enfermedad de Addison. Kennedy lo desmintió indignado, y los medios de entonces no profundizaron en la historia.
Aquélla no fue la única mentira de su carrera política. Su dolor de espalda no se debía a las heridas sufridas en la Segunda Guerra Mundial, como hizo creer. Al contrario: acabó en la Marina porque el Ejército le había rechazado por culpa de ese mismo dolor de espalda, provocado en realidad por una osteoporosis que degeneraba sus huesos, a su vez causada por los esteroides que tomó durante su adolescencia para luchar contra problemas intestinales.
Sin embargo, esta retahíla de dolencias no permite afirmar que Kennedy estuviera incapacitado para su cargo. Las nuevas informaciones desvelan que se quejaba en ocasiones de sentirse "atontado" con tanto medicamento, pero las grabaciones y las transcripciones de su etapa en la Casa Blanca -dicen los biógrafos- demuestran que estaba lo suficientemente lúcido como para ejercer de presidente.
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