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Columna
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Cuartos de transporte

No está el horno para triunfalismos, ni el hornito: paro creciente, economías menguantes, la vivienda más cara del mundo, el sexismo más protocolario, la enseñanza y la cultura en peligro de extinción. Y aprovecho para subrayar la perversión y la indefensión políticas que genera el monotema -también calificable de tema coartada o tema panacea-, que permite a nuestros dirigentes gobernar sin resolver los problemas citados, y sobre todo sin responder de ello. No está el horno para complacencias, repito, y por eso voy a recordar la más famosa de las boutades de Aznar únicamente con intención rítmica. Para darme la entrada, para marcar la cadencia de esta columna cuyo argumento es el transporte.

'España va bien', dijo el señor presidente. Y quiero responderle: 'será cuando va a pie'. Porque justo es reconocer que nuestras ciudades se están peatonalizando que da gusto; que van adoptando, poco a poco, un aire ensoñador, mucho más relajado; y más ancho de aceras, es decir, de espíritu urbano. Aunque el mérito de ese cambio andante no le corresponde al Gobierno central, sino a la intención ciudadana y al esfuerzo de cada municipio. 'Será cuando va a pie', insisto entonces, porque en cuanto se motoriza, España va de pena.

Empiezo por lo más sangrante. Estamos a la cabeza de los países de la Unión Europea en número de accidentes mortales de circulación. Y sin embargo, las instancias responsables no acaban de asumir de manera convincente la tarea de adaptar las sanciones de tráfico, y sobre todo las mentalidades, a esa estadística escalofriante y a la idea - que más que central es vital en este asunto- de que un coche es un arma de matar. Su preocupación máxima parece situarse en otra parte, y caber, como en la canción del verano, en esta consigna: 'que el ritmo de ventas de coches no pare, no, que el ritmo no pare'. Aunque para ello haya que darles el carné a los chavales de 16, aunque haya que americanizar los exámenes de conducir, convertirlos en un mero trámite administrativo y fiscal.

Continúo por las nubes del transporte aéreo. Equipajes reconducidos sin avisar y porque sí, porque los aviones no tienen bodegas en condiciones. Permanente incertidumbre horaria. Desinformación, indefensión; letras pequeñas, minúsculas. Y un trato en tierra y por los aires que le refuerza a uno la sensación de ser, no un pasajero, sino un monigote o un rehén. O un iluso, que puede compartir vuelo con alguien que ha pagado la mitad por el mismo billete o un tercio o un cuarto.

Y concluyo, tristemente, con el tren. En primer lugar porque esta misma semana una mujer ha muerto en Zaragoza, tras chocar el vagón en que viajaba con un camión en un paso a nivel -verdaderas bestias negras de los ferrocarriles-; y otras doce personas se han asfixiado en Nancy en el interior de un compartimiento caducado, construido en los años 50 con materiales inflamables y tóxicos que hoy no son de recibo.

Y en segundo lugar, porque tengo que decir que soy una convencida del tren, una entusiasta, y que sin embargo cada vez me cuesta más, mayores esfuerzos, cábalas, componendas conmigo misma, decidirme a tomarlo para determinados trayectos. O lo que es lo mismo, que cada vez me cuesta más resignarme a viajar en condiciones tan lamentables como las que Renfe -que tiene la desfachatez de anunciarse, enarbolando únicamente el AVE- me propone.

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Uno de los trenes que unen San Sebastián con Madrid, sin ir más lejos, es un Talgo del año de la polca, una antigualla que nos pone casi siempre tarde y mal en nuestro destino. Y además de los nervios; y en ridículo ante cualquier visitante extranjero. Y es muy posible que incluso nos ponga -visto lo visto- en peligro. Ese Talgo y otros mucho trenes de nuestra red ferroviaria no son medios de transporte. Son como mucho cuartos. Cuartuchos. Ahí te pudras disuasorios e impresentables.

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