Aquella vida nueva
Fue el Modernismo la primera estética hispana que, como estética y como modo -que no ideal- de vida forjó en su misma producción literaria, cual tema más, la iconografía de la existencia. Hasta aquí nada nuevo respecto de antecedentes inmediatos suyos como el naturalismo, el realismo o el romanticismo, frente a los cuales sólo se aprecia un cambio en los grados de intensidad, en las actitudes de sus protagonistas o en la fundación que, dictado imprescindible, toda ley estética exige como marca distintiva del grupo o del tiempo artístico nuevos: el nacimiento de un lenguaje propio. Pero esta iconografía de la vida moderna, como discurso o como descenso a los infiernos, que Valle-Inclán condensara en las 15 escenas de Luces de bohemia, este orden estético de la vida, del arte y de la muerte, que gira en torno de la tertulia, del café y de la media tostada, que se escribe sobre las paredes y en los somieres de las casas de huéspedes, en los comedores comunitarios y en los burdeles, que toma el color de lo oriental como paisaje remoto, el sabor y los efectos de la absenta, los cuellos de camisa raídos y la esclavina del macferlán, las cervezas y aperitivos de la plaza de Santa Ana, ese mundo modernista cuyas ideas, inocencia y energía termina aboliendo la Primera Guerra Mundial, todo esto, es algo más que una relectura de la vida apicarada de un arte crítico con el burgués pero cuyo tema de fondo es siempre el dinero y el achabacanamiento de los ideales estéticos frente a la realidad monocorde y rutinaria de imposibles periódicos y revistas o la perpetración de traducciones, artículos y cuentos con los que ganar el duro de cada día. Fue aquella estética modernista, aquella vida, la primera que se autorretrató en movimiento: sus días no fueron ya los de la imagen detenida, sino que su tiempo fue ya el del nacimiento de la noción de secuencia, de la secuencia protocinematográfica que retrata a sus protagonistas, consecuente y paradójicamente, detenidos en el tiempo y, a su vez, repitiendo, una y otra vez, sus movimientos: un arte, en definitiva, que al hablar de la vida y reducir ésta a la óptica de que todo lo que sucede al creador es materia candidata de ser elaborada artísticamente (la vida de Valle, la miseria y muerte de Alejandro Sawa, aquellas leyendas tremendistas que tienen uno de los mayores espejos deformantes en la escena de Pedro Luis de Gálvez paseando de café en café el cadáver de su hijo recién nacido en una caja de zapatos), legó a la historia la mejor de las narraciones posibles acerca del instante en que las imágenes adquieren movimiento. En movimiento, pero a partir de una prosa entre las memorias y la narrativa, se reproduce ahora en esta novela de aprendizaje de Rafael Cansinos-Assens (1883-1964), uno más de aquella brillante generación del nuevo lenguaje y uno más de los damnificados de aquel espacio teatral y excesivo que fuera el Madrid de comienzos del siglo XX, donde la teosofía de la Blavatsky, los nenúfares omnipresentes de Villaespesa, el gusto por la altisonancia y las palabras esdrújulas, y la vocación del náufrago, se convirtieron en el retrato en movimiento de una generación, la modernista, y en el más implacable de sus sepultureros: aquellos hombres, sus vidas y sus versos alejandrinos, la herida abierta del 98 colonial, su anticlericalismo y las causas políticas extremas para entonces (anarquismo y republicanismo) estaban anunciando sin quererlo un siglo XX artísticamente burgués, urbano e insignificante frente a la verdad de la ciencia. Todo esto nos lo recuerda Cansinos-Assens en esta feliz recuperación de una de sus novelas inéditas: Bohemia.
BOHEMIA
Rafael Cansinos-Assens Edición de Rafael M. Cansinos Fundación Archivo Rafael Cansinos Assens. Madrid, 2002 189 páginas. 22 euros
Excusatio non petita: ante el lector que, de leer esta reseña, ha debido de entender, llegado aquí, que sólo en un único párrafo puede escribirse sobre lo escrito.
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