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Lula, ¿otro Allende?

Dejemos de lado la burda equiparación del nuevo presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, con Fidel Castro y Hugo Chávez, en la que coinciden sospechosamente la extrema derecha estadounidense y la extrema izquierda de ambos lados del Atlántico. Lula no ha llegado al poder mediante una insurrección guerrillera, como el cubano, ni ha organizado golpes de Estado, como el venezolano, sino que -a diferencia de ambos- dirige un partido con notable base popular que ha competido desde hace muchos años en sucesivas elecciones democráticas y cuenta con amplia experiencia de gestión gubernamental a nivel local y estatal. Con otras referencias, estrictamente brasileñas, algunos comentaristas han sugerido que el dilema de Lula presidente consiste en resignarse a ser un nuevo Fernando Henrique Cardoso, con la consiguiente decepción de las amplias expectativas actuales -la cual no es inevitable-, o convertirse en un nuevo João Goulart -un presidente minoritario y de extrema izquierda que fue derrocado por los militares.

Una referencia comparable a la del brasileño Goulart, pero un poco más reciente y mucho más vívida en la memoria política universal es la del chileno Salvador Allende, cuya elección como presidente en 1970 generó grandes expectativas, pero fue también bastante incapaz de gobernar, hasta que fue derrocado por los militares, como es bien sabido, tres años después. Como Allende, Lula ha encabezado una candidatura con una orientación política claramente de izquierda que, en la segunda vuelta de la elección presidencial, ha contado con el apoyo de una frágil coalición de socialistas, comunistas y populistas. Pero, como le sucedió a Allende, los partidos que han apoyado a Lula para presidente apenas llegan a reunir un tercio de los escaños en el Congreso. En este recuento se incluyen el PT de Lula, el partido comunista y los partidos socialista y popular-socialista de sus rivales presidenciales en la primera vuelta, Garotinho y Ciro Gomes, así como el pequeño partido liberal que proveyó al nuevo vicepresidente, José Alencar. Frente a ellos se encuentran el partido social-demócrata (PSDB) de Cardoso y de su fallido sucesor, José Serra, el centrista Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que, una vez más, como ha sucedido en estos últimos veinte años de democracia, ha capturado al legislador mediano sin el cual es imposible formar una mayoría en el Congreso, el derechista partido federal liberal, que, como el PMDB, colaboró con Cardoso en la formación de una mayoría legislativa relativamente estable, y otros partidos de derecha.

Ante este panorama, Lula podría caer en la que fue la peor tentación de Allende: gobernar sin el Congreso. Allende también tuvo enfrente a una mayoría de los legisladores, formada por los centristas democristianos y los derechistas conservadores, mientras sufría los tirones de los componentes más extremos de su coalición hacia afuera de las instituciones democráticas. Pero, frente al minoritario y presidencialista Allende, pronto se formó una mayoría congresual negativa que, paralelamente a las manifestaciones y cacerolazos callejeros y las huelgas contra el Gobierno, consiguió paralizar completamente la gestión gubernamental. De hecho, la antes citada peripecia brasileña de Goulart unos diez años antes no había sido muy diferente. Sus herramientas preferidas fueron el plebiscito, el estado de sitio y la promoción de manifestaciones de masas para presionar al Congreso desde fuera y tratar de 'desbordarlo'.

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Como el mismo presidente Lula da Silva declaró pocos días después de ganar la segunda vuelta, lo más difícil está todavía por empezar. Para lograr una buena gobernanza democrática, ello incluye la formación de una mayoría legislativa y gubernamental que la elección presidencial no suele garantizar. A diferencia de los regímenes parlamentarios típicamente europeos, en los que la sola elección parlamentaria es la base para la formación de una mayoría política, en los regímenes de división de poderes que existen en casi todos los países de las Américas, las elecciones separadas a la Presidencia y al Congreso requieren un ulterior esfuerzo de cooperación multipartidista e interinstitucional. De hecho, la gran mayoría de los Gabinetes presidenciales en América Latina en periodos democráticos -incluidos los de Brasil desde los años ochenta- han sido y son Gabinetes de coalición cuyos componentes abarcan un espectro político-ideológico más amplio que la coalición presidencial formada para las elecciones. En el caso de Lula, aun si cuenta con los partidos que le apoyaron en la segunda vuelta electoral, no podrá cooperar eficazmente con el Congreso si no consigue formar una mayoría legislativa que incluya también al menos al PSDB y al PMDB, es decir, a los partidos que apoyaron a Serra. En otras palabras, sólo una coalición con los seguidores de los que fueron principales candidatos a la Presidencia puede dar a Lula un apoyo institucional estable y hacer viables las reformas económicas y sociales que quiera promover.

La lección del bloqueo gubernamental de Allende fue muy bien aprendida por los actores políticos chilenos para hacer viable y exitosa una nueva experiencia democrática. En contraste con la confrontación de los años sesenta y setenta, la Concertación chilena de los últimos 12 años ha unido de un modo muy estable a democristianos y socialistas, junto a otros grupos menores, para lograr una buena gobernanza por medios estrictamente constitucionales. Los democristianos proveyeron los dos primeros presidentes con apoyo de los socialistas, mientras que los socialistas han proveído el tercero con apoyo de los democristianos. Todos los analistas están de acuerdo en que Chile es uno de los países con mejores desempeños políticos, económicos y sociales de América Latina en el periodo democrático actual. Para evitar la parálisis política en la que se enzarzaron en el pasado el brasileño Goulart y el chileno Allende, el nuevo presidente brasileño, Lula da Silva, podría encontrar buena inspiración en el actual presidente chileno, el socialista Ricardo Lagos, y su amplia coalición gubernamental.

Josep M. Colomer es profesor de investigación en Ciencia Política.

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