Docencia e investigación
Desde hace cierto tiempo el asunto de la calidad de la enseñanza universitaria parece preocupar a muchos, pero da la impresión de que se cree que todo o casi todo se puede solucionar con medios económicos. En la enseñanza, la partida presupuestaria es importante, pero no la única. Hay aspectos que parecen no preocuparle a casi nadie, pero que son esenciales para una enseñanza universitaria de calidad. En un centro educativo, la calidad se mide a través de muchos factores que interactúan entre sí, entre los que se hallan los que tienen que ver con el profesorado, los que afectan al alumnado y aquellos que, podríamos denominar socioambientales o relacionados con el entorno educativo. Aquí se analizará uno de esos aspectos, el que afecta a la motivación del profesorado y su selección, a la productividad investigadora y a la evaluación de la investigación.
Sabido es que la calidad/solvencia académica de un buen profesor universitario se mide por dos parámetros fundamentales, su capacidad docente y su capacidad investigadora, factores clave para la calidad de la enseñanza universitaria, y que es necesario someter a evaluación. Sin embargo, la Ley Orgánica de Universidades, que aspira a mejorar la enseñanza, puede consagrar y perpetuar una de las mayores injusticias en la evaluación del profesorado universitario. La evaluación de la capacidad docente es obligatoria, pero sus resultados no producen ningún efecto, ni profesionalmente ni económicamente. Profesionalmente porque un profesor puede resultar evaluado negativamente, pero eso no impedirá que se promocione, y económicamente porque el resultado de la evaluación no afectará a la percepción de los complementos docentes correspondientes -que se conceden automáticamente-. Como la calidad docente no se valora ni se tiene en cuenta como mérito -ni siquiera en un concurso público para optar a una plaza docente-, no es difícil imaginarse lo que sucede con demasiada frecuencia: lo que no se valora no tiene por qué existir, o su existencia pasa a depender de la ética de cada persona en particular.
La evaluación de la capacidad investigadora, iniciada en 1990, por el contrario, es muy valorada profesional y económicamente, con repercusiones enormes. Profesionalmente, porque un resultado favorable permite promocionarse con cierta facilidad: todos saben que tener 'sexenios de investigación' es un pasaporte de primera para alcanzar el vértice -léase cátedra- de la escala docente, para formar parte de las comisiones de habilitación de los diferentes cuerpos docentes -con lo que esto puede significar para promocionar a los afines-, y para participar en los órganos evaluadores, lo que posibilita y prácticamente asegura la continuidad en esta línea. La valoración económica de la actividad investigadora es también sustanciosa. Los complementos por investigación son más altos que los obtenidos por docencia y, respecto a las posibilidades de obtener financiación, se está en una mejor situación de partida en el momento de optar a becas, ayudas o proyectos de investigación.
Si a todo lo precedente se une que el sistema de evaluación de la investigación, el único que ha funcionado hasta ahora, es para muchos totalmente injusto porque el proceso ha carecido de la mayor parte de los principios que deben regir todo sistema de selección, como son la publicidad, la objetividad y el derecho a la defensa, llegamos a la conclusión de que este sistema no se puede ni se debe perpetuar.
Este sistema de evaluación de la investigación ha mantenido un secretismo inadmisible en un proceso donde la selección es obligatoria, porque los recursos son limitados. En los primeros años se desconocía incluso quiénes realizaban esta evaluación. Ahora esto se conoce, pero no ofrece ninguna seguridad que cinco personas evalúen varias áreas de conocimiento que no son las suyas cuando, además, no hay que presentar materialmente el trabajo objeto de la valoración. Los profesores que se presentan para ser evaluados desconocen hasta los criterios de evaluación y cualquier otra guía que les permita orientar su trabajo (o incluso la cumplimentación de la instancia) para conseguir que se le reconozcan sus méritos.
Si a todo esto se une el hecho de que este sistema de evaluación de la investigación puede ser, o es, una plataforma de promoción de ciertas disciplinas y que otras, más jóvenes o menos desarrolladas, no tienen posibilidad de crecer por carecer de representantes que las hagan valer, se convendrá que no es un sistema justo ni aceptable. Igualmente es intolerable que no se lleve a cabo una valoración argumentada de todos los trabajos presentados; o que el profesor evaluado desconozca los resultados de la evaluación de otros colegas. El secretismo es absoluto, y, naturalmente, es imposible defenderse ante lo que se desconoce.
Es inaceptable que a estas alturas de madurez ciudadana y democrática se sigan produciendo estas situaciones en la universidad, que las administraciones no tomen medidas contra ellas; que el colectivo del profesorado no haya levantado su voz contra un sistema de evaluación que sus propios alumnos no tolerarían -y con razón-; que las centrales sindicales no hayan puesto el grito en el cielo ante tanto agravio comparativo y que los Defensores Universitarios, a la vista de este estado de cosas, se queden de brazos cruzados. Si no se arbitran las medidas oportunas, este oscuro panorama lleva camino de perpetuarse en las nuevas habilitaciones del profesorado, en las retribuciones del profesorado universitario y en los presupuestos de las universidades. Con esta perspectiva tan surrealista, si la universidad continúa minusvalorando uno de los dos pilares que la sustentan, la docencia, el profesorado, en general, no puede sentirse motivado en su actividad docente, y será inevitable que la calidad de la enseñanza se resienta por muchos años, de manera difícilmente reversible.
María Isabel Vera es profesora del departamento de Innovación y Formación Didáctica de la Universidad de Alicante.
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