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Columna
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Aventuras poco honestas

Se atribuye a Filipo de Macedonia haber dicho que no le resistiría cualquier ciudad griega en que se le permitiera introducir un asno cargado de oro. No debía ser un individuo muy sutil pero sí, en cambio, práctico: con el preciado metal compraba voluntades antes propicias a la resistencia. Resulta improbable la imagen de una acémila subiendo pesados y preciosos fardos por la carrera de San Jerónimo. Los tiempos han cambiado y el sofisticamiento se ha convertido en mucho mayor. Pero las voluntades de los hombres públicos pueden ser también cambiadas gracias al brillo del vil metal. Ésta, por lo menos, es una posibilidad que han tenido en cuenta cuantos se han visto sorprendidos por la facilidad con que el Congreso ha concedido compatibilidades entre el ejercicio profesional y la condición de diputado.

Los principios están claros y las dificultades para aplicarlos también. Lo ideal, desde la primera democracia que existió en el mundo, es el 'ciudadano legislador', es decir, quien abandona su vida cotidiana para dedicarla temporalmente al servicio público. Con ello emprende una 'honesta aventura', que decía Edmund Burke: era lo segundo porque duraba poco y lo primero por el carácter benévolo y filantrópico que la caracterizaba. Pero todo eso está muy lejano de la realidad, en las democracias actuales, en las que la clase política es cada día más profesional, homogénea y endogámica. Así se explica el silencio sepulcral de cara al exterior con el que se toman las decisiones relativas a incompatibilidades.

En nuestro caso el punto de partida denota la baja calidad misma de nuestra democracia. Se certifica, además, con la indiferencia general con que se observa esta cuestión. En España, por ejemplo, se acepta la compatibilidad del ejercicio de la abogacía con la condición de diputado; sólo causa escándalo cuando, como sucedió en el caso de un diputado socialista, apareció involucrado en gestiones inmobiliarias. Se asegura, además, que la autorización de compatibilidad está ligada a los bajos sueldos de los diputados, cuando éstos se corresponden con los percibidos por los escalones más altos de la Administración.

Todo eso no son minucias sino que miden el nivel de calidad de una democracia. En tiempos en que gobernaba el PSOE hubo situaciones intolerables desde muchos puntos de vista. Ahora con el PP, que ha tenido toda la desvergüenza de olvidar su propósito de regeneración democrática, se ha extendido un clima de laxitud en el pantanoso terreno en que lindan lo público y lo privado. Cargos de Moncloa pasan a empresas públicas o a privadas nutridas de contratos públicos; empresas privatizadas acogen a políticos que han visto interrumpida su carrera por el caso Naseiro; asesores universales de Presidencia lo son, al tiempo, de específicos negocios en empresas privatizadas. ¿Cómo, en este clima, no se va a admitir que los legisladores actúen en materia en que tienen intereses?

La solución no consiste en endurecer la ley de incompatibilidades sino en elevar los niveles de exigencia. Camus decía que cuando se carece de principios son necesarias las reglas de conducta. Están inventadas ya, principalmente en la democracia anglosajona. Consisten en demandar una absoluta transparencia ('government in the sunshine', 'gobierno a pleno sol') y un plus de ejemplo individual que haga posible cierto liderazgo moral. En Gran Bretaña, desde los noventa existe un cargo parlamentario -'comissioner'- dedicado a examinar cómo los parlamentarios responden a los niveles de exigencia que se espera de ellos. Los dos diputados del PP que han abandonado su presencia en la actividad privada no hubieran podido ejercerla nunca; tampoco quienes desempeñan asesorías de carácter general o en materias sobre las que legislan. Y unos y otros no volverían a ser candidatos en el futuro.

No se debe juzgar este artículo como una especie de lamento jeremíaco para un problema insoluble. Rajoy, en términos concretos, y Zapatero, en otros más amplios, han reaccionado de forma muy positiva ante una situación inaceptable. Bien harían en resolverla con consenso todos los partidos.

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