Iniciativas soberanistas
A la iniciativa soberanista de Ibarretxe ha seguido la propuesta de elaboración de un nuevo Estatuto catalán planteada por el conseller en cap y candidato de CiU a la presidencia de la Generalitat, Artur Mas. Las dos propuestas son muy diferentes en forma y fondo, pero comparten la voluntad de reabrir un proceso constituyente y el verse condicionadas por conveniencias electorales del momento. La radicalización de ambos nacionalismos les resulta ahora funcional para seguir gobernando. En el caso de CiU, porque tiene enfrente a Maragall, que aglutina un espectro amplio que incluye al nacionalismo de izquierda. En el caso del PNV, el temor a una alternativa constitucionalista ya le llevó al frente nacionalista de Lizarra. Mientras siga ETA no será posible reeditar ese pacto, pero sí recoger los votos que pierda Batasuna.
Culminada la ronda de contactos con partidos e instituciones de la sociedad civil, Ibarretxe ha podido comprobar que carece de los apoyos que requeriría una iniciativa de cambio tan radical como la que propone. El lehendakari ya sabía que los partidos no nacionalistas, que desde hace una década agrupan, en promedio, al 47% del electorado, no respaldarían su propuesta. De ahí su apelación a las organizaciones sociales. El resultado ha sido trasladar a ellas el germen de la división, como se ha visto en el caso de los empresarios. Ahora la tentación es llevar esa división directamente a la población. Así lo ha insinuado, con dos fórmulas sucesivas, el líder del PNV, Xabier Arzalluz. Primero dijo que, si la propuesta quedaba bloqueada por no alcanzar la mayoría requerida en el Parlamento vasco (donde el tripartito gobernante tiene 36 de los 75 escaños), el lehendakari podría convocar un referéndum. Dos días después cambió esa fórmula por la de elecciones anticipadas, con la propuesta de Ibarretxe como programa.
El problema es que, tanto por la vía del referéndum -que sería ilegal- como por la de las elecciones, se produciría una división drástica de la sociedad en dos mitades. Propiciar una ruptura social de ese tipo desde el Gobierno resulta insólito y arriesgado: para la cohesión social y también para quien lo propone.
La propuesta de Artur Mas no tiene ese tipo de riesgos, aunque sí otros. Se plantea desde unos derechos históricos -que carecen de reconocimiento constitucional, pero con voluntad de acuerdo que incluya a las fuerzas no nacionalistas- y sin calendario con desenlace forzado bajo amenaza de ruptura como en el caso de Ibarretxe. El plan de Mas mezcla reivindicaciones coherentes con el desarrollo y la funcionalidad del Estado autonómico con otras que no lo son. No es lo mismo garantizar fórmulas de presencia en las instituciones europeas, por ejemplo, o en órganos institucionales como el Consejo del Poder Judicial, que reivindicar un Concierto Económico como el del País Vasco o Navarra, que, por su propia naturaleza, no podría generalizarse sin comprometer el funcionamiento del Estado.
Los nacionalistas dan por supuesto que el marco autonómico debe ampliarse indefinidamente. Lo lógico sería que, una vez garantizado el autogobierno, el marco fuera el terreno de juego compartido en que compitieran los programas políticos. Considerar en sí mismo deseable forzar sus límites, aun a riesgo de desestabilizar el sistema que garantiza la autonomía de todos, es un prejuicio sin fundamento.
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