Aciertos y fallos del Consejo de Seguridad
La atención de buena parte del mundo está centrada en Nueva York; no en el sur de Manhattan del 11-S, sino en los edificios del centro de Manhattan situados frente a la calle 43, donde un grupo de 15 representantes diplomáticos está negociando el futuro de la actual crisis Irak-Estados Unidos. Por extensión, el grupo también negocia el futuro del sistema internacional para gestionar la paz y el conflicto. Esos 15 diplomáticos -cinco miembros permanentes y 10 rotatorios- representan a las naciones que ahora constituyen el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.
En todo el mundo, periodistas y expertos están proporcionando antecedentes, normalmente con imágenes de una sesión del Consejo de Seguridad y con una explicación de las normas de voto. Pero no he visto noticias que expliquen verdaderamente por qué se estableció el Consejo de esa manera, y cómo.
¿No es extraño, por ejemplo, que de los 190 Estados miembros de la Asamblea General de Naciones Unidas sólo cinco tengan poderes y privilegios especiales que los otros no pueden discutir ni esperar obtener? Reino Unido, Francia, República Popular China, Rusia y Estados Unidos son miembros permanentes del núcleo de nuestro sistema de seguridad mundial; y desde 1945, casi todos los esfuerzos por alcanzar la paz mediante convenios internacionales o de utilizar la fuerza colectiva han dependido de lo que estos miembros acuerden, o de su veto.
Incluso más asombroso es que cualquiera de los cinco miembros permanentes pueda paralizar la acción del Consejo de Seguridad si su gobierno nacional está decidido a hacerlo. Y estaría plenamente dentro de sus derechos privilegiados. Algunos países son más iguales que otros.
Históricamente, el proceso presenta pocos aspectos nuevos: cuando el moderno sistema de Estados empezó a surgir en Europa, alrededor de 1500, unas cuantas potencias de mayor tamaño se alzaban sobre las numerosas soberanías medias y pequeñas. Después de las grandes convulsiones del 'largo siglo XVIII', una pentarquía de grandes países se reunió en Viena para ordenar el destino de Europa y de buena parte del mundo. Y cuando la I Guerra Mundial llegó a su fin, otros cinco grandes se reunieron en París para arreglar las cosas y establecer el experimento de la Liga de Naciones. Así que no es sorprendente que cuando la II Guerra Mundial llegó a su fin, las potencias vencedoras -de nuevo cinco- diseñasen un sistema de seguridad adecuado a sus intereses, y después se situasen en el centro del mismo. Esta vez, sin embargo, el orden mundial era distinto. Y su estructura, construida en torno a la organización de Naciones Unidas, era más fuerte.
La Carta de Naciones Unidas, firmada originalmente por 50 naciones (y que los países que entraron posteriormente también han firmado), dio al Consejo de Seguridad competencias extraordinarias respecto a la paz y a la guerra. En principio, no había prácticamente nada que el Consejo de Seguridad no pudiese regir y autorizar, siempre que la mayoría de sus miembros diesen su conformidad y ninguno de los cinco miembros permanentes utilizase el veto (una abstención no era lo mismo). Por lo tanto, todo dependía de la unanimidad de las grandes potencias. Este privilegio de veto era asombrosamente preciso, y a las potencias de tamaño medio como México y Australia que protestaron en la conferencia celebrada en 1945 en San Francisco, donde se diseñó la Carta, se les dijo que sin él no habría Naciones Unidas.
¿Cuál era la lógica del veto? Sí, estaba el egoísmo de los países más importantes y su renuencia a conceder la soberanía. Pero había también motivos históricos concretos, que pocos comprenden hoy porque simplemente no hay una explicación oficial. Los padres fundadores de Naciones Unidas decidieron que no era necesaria explicación pública y, cuando uno se adentra en los archivos confidenciales, no es difícil comprender por qué.
Todos aquellos que contribuyeron a dar forma al nuevo sistema estaban profundamente heridos por las agresiones y los horrores cometidos en las décadas de 1930 y 1940, y estaban decididos a no presenciar una repetición de los mismos. El nuevo orden de seguridad internacional tendría que ser reforzado, a diferencia de su predecesor, el de la Liga de Naciones, que había demostrado ser demasiado débil, demasiado democrática y deliberativa, y carecía de un centro ejecutivo fuerte. La Liga se había visto debilitada también por el hecho de que más de la mitad de las grandes potencias no pertenecían a ella; Estados Unidos nunca se unió, y otras cuatro (Japón, Alemania, Italia y la Unión Soviética) la habían dejado o habían sido expulsadas durante las crisis de los años treinta. ¿Cómo se podría evitar que una gran potencia abandonase el sistema en el futuro, afirmando que sus intereses nacionales no se estaban teniendo en cuenta o estaban siendo amenazados? La respuesta, evidentemente, era otorgar a cada una de ellas el derecho de veto, esencialmente para mantenerlas dentro del paraguas de la ONU.
Además, lo que los años treinta enseñaron a los planificadores fue que los países pequeños como Checoslovaquia y Etiopía eran realmente 'consumidores' de seguridad; no debido a una debilidad de carácter, sino porque carecían de los recursos necesarios para resistir a sus vecinos de mayor tamaño. En cambio, las potencias de mayor tamaño se habían visto obligadas a convertirse en 'proveedoras' de seguridad internacional; también en este caso, no debido a ninguna virtud, sino porque sólo ellas tenían el poder para resistir y derrotar al Eje.
Esta distinción básica entre potencias de mayor y menor tamaño debía hacerse para que no hubiese fallos de seguridad en el futuro. Puede que Alemania y Japón hubiesen sido conducidos a la derrota en 1945, pero los planificadores aliados sentían que transcurrido un plazo de 15 o 20 años, podría producirse un nuevo ataque contra la paz internacional. Los países pequeños debían agradecer que en tal caso las grandes potencias asumiesen sus responsabilidades, y dejar de quejarse sobre la injusticia del veto. Los grandes merecían sus ventajas extras, porque serían sus fuerzas armadas las que librarían la mayor parte de los combates futuros.
Esta lógica ayuda a explicar los largos artículos de la Carta de Naciones Unidas dedicados a la Comisión de Personal Militar, que debía funcionar a las órdenes del Consejo de Seguridad y prepararse para futuras eventualidades. También explica los planes confidenciales para establecer una cadena de bases, puertos y aeropuertos militares de la ONU esparcidos por todo el mundo, con guarniciones y suministros, y dispuestas a movilizarse con poco tiempo de antelación. (¡Cómo habríamos podido utilizarlas la pasada década o un poco antes!) Sólo aquellos países más pequeños cuya ayuda se considerase 'eficiente' serían invitados a trabajar con la comisión.
Dicho así, los privilegios de los cinco miembros permanentes parecen menos irrazonables, porque iban unidos a mayores responsabilidades. Pero dos aspectos se interpusieron y afectaron a esos cálculos de primera hora.
En primer lugar, la llegada de la guerra fría significó el fin de la unanimidad dentro del Consejo de Seguridad, y su eficacia se vio muy reducida. Tanto el Este como Occidente utilizaron el veto para bloquear las resoluciones del contrario; para proteger a los países satélites (Egipto, Israel, Pakistán); e incluso para rechazar una candidatura al cargo de secretario general.
En segundo lugar, las dos terceras partes del mundo se descolonizaron mucho más rápidamente de lo que los planificadores de 1945 habían previsto, pero muchos de los nuevos Estados heredaron no sólo la pobreza y el subdesarrollo, sino también conflictos fronterizos y divisiones internas que los empujaron a la guerra civil.
Por tanto, desde la década de 1950 a la de 1990, Naciones Unidas buscó fórmulas para mantener la paz, y empezó a resultarnos familiar el ver a cascos azules de Suecia, Polonia o Brasil vigilando las provisiones alimenticias en zonas desgarradas por la guerra, lo cual nos hizo olvidar que en la Carta de Naciones Unidas no se decía nada respecto a tales operaciones. Ciertamente, se dieron acciones transfronterizas más tradicionales en las que participaron algunas de las grandes potencias -Corea, la guerra del Golfo, quizá Irak de nuevo-, pero está claro que el mundo actual es enormemente distinto del previsto hace medio siglo.
Todo lo cual indica que cuando la actual cadena de crisis se reduzca un poco, los países miembros de Naciones Unidas tal vez deseen reexaminar algunas de esas ideas para cambiar sus estructuras -como restringir la capacidad de veto, o añadir escaños en el Consejo de Seguridad- que se plantearon hace unos años.
Pero los obstáculos serán muchos, incluido uno que es prácticamente insuperable: el propio poder de veto. Y el problema es el siguiente: históricamente, las grandes potencias siempre han estado en el centro de la política internacional, pero cuando una de ellas -la España imperial, Holanda, Suecia- perdía su fuerza relativa, las naciones de rápido crecimiento pasaban a los primeros puestos. Pero la Carta de Naciones Unidas ha congelado en cinco miembros la pertenencia privilegiada, a no ser que algunos de ellos cedan sus derechos o todos los miembros permanentes acepten enmendar la carta para incluir, por ejemplo, grandes Estados regionales como India o Brasil. Pero mejor no apostar a que nada de eso vaya a suceder en un futuro próximo.
El presidente Bush está vigilando atentamente la actuación del Consejo de Seguridad respecto a Irak, y si (¡horror!) una resolución anglo-estadounidense pudiera ser vetada o no conseguir un voto mayoritario; o si, en esencia, Estados Unidos va a obtener luz verde. Su mente, y la de los demás implicados, y la de nuestros medios de comunicación, se centran exclusivamente en el aquí y el ahora. Pero de vez en cuando, quizá valga la pena preguntarnos cómo y por qué hemos llegado al particular sistema internacional que tenemos.
Paul Kennedy es catedrático de Historia de la Universidad de Yale y autor, entre otros libros, de Auge y caída de las grandes potencias. © Los Angeles Times Syndicate, 2000.
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