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Adiós al pájaro equivocado

Desde el primer día en que visité a Francisco Pino en su casa del Pinar de Antequera, tuve la impresión de que asistía a una despedida. Así de cálidas eran sus palabras en las que afirmaba su vocación efímera, dichas para ser olvidadas, y por eso precisamente inolvidables. 'Por y para la poesía', es la frase que figuraba al frente de todas sus publicaciones. Así vivió Francisco Pino, con la dignidad y la elegancia, con la verdad y la satisfacción de los que persisten en una vocación sincera.

De que su obra es una de las más valiosas del siglo XX no me cabe ninguna duda; solamente con abrir al azar una de sus páginas cualquiera puede comprobarlo. De que la cultura española ha perdido la oportunidad de reconocer a su poeta más alto tampoco cabe duda alguna; pero esto a Francisco Pino poco o nada le importaba. La presa que perseguía con denuedo estaba en otra parte y sabía muy bien que la soledad y al abandono son compañeras fieles del poeta: 'Verdadero poeta / es aquel que fracaso tras fracaso / contempla y ve su cara lodo en fango. / Y sonríe'. Sonríe porque en su obra nunca dio albergue a la nostalgia ni al reproche. Y así, inmerso en esos brazos protectores, era inmensamente feliz. Su palabra se expresaba tanto a través del verso como del silencio, que representó en los agujeros troquelados, maquetas de la arquitectura del infinito. En las noches del Pinar de Antequera, oscuras y resplandecientes, veía el rostro de Dios, hondo e inconmensurable. '¡Qué gloria!, me dijo otra vez, ¿cómo voy yo a representarla?'. Pero ése, precisamente, era su encargo, revelar el misterio.

Por eso nunca estuvo del todo satisfecho. Sabía que el poeta tiene que desaparecer en el acto creador, y que el verso escrito es sólo el rescoldo de la hoguera en que arde. Entre el cielo y la tierra, entre la fantasía y la realidad, se sintió 'pájaro equivocado', nadando en la altura y volando en las profundidades, 'ajustado a los peces y a los mirlos', como decía en otro de sus poemas. De ahí su naturaleza paradójica, ajena a los esquemas, única e indefinible. Uno de sus últimos libros se titula El pájaro enjaulado. Lo escribió en una noche. Le había prometido regalarle un canario, porque recordaba cómo su casa, cuando le conocí, parecía un arca de Noé. Había gatos, perros, pájaros e incluso topos que entraban y salían sin ningún temor. A la mañana siguiente me llamó por teléfono y me dijo: 'Toda la noche he estado oyendo al pájaro que me ibas a regalar'. Y me dictó su libro por entero. Es obvio que él mismo era el pájaro que aleteaba en esa jaula, dichoso entre las rejas de los renglones de su propia escritura. Pero, al igual que sus palabras, al igual que todos los pájaros presos, deseaba que un día se abriese su prisión y pudiera volar libremente por el espacio que representaba con el color azul en sus libros de poesía visual.

Al frente de su libro El júbilo. La última sílaba había colocado este canto etíope: 'El hombre ha muerto / el prisionero es libre'. Hoy reconocemos en estas palabras tan suyas la verdad que poseyeron siempre. ¿Absurdo? ¿Inexplicable? ¿Desconcertante? Éstos son los adjetivos con los que continuamente le han calificado. Y él respondía: 'La luna está arriba, debajo'. Sólo si nos adentramos en sus páginas hasta salir de ellas con las manos manchadas de tierra y de verdad podremos entender su secreto. Mientras, como pájaros equivocados que también somos nosotros, decimos adiós con tristeza al hombre que poseía la inocencia del niño, el entusiasmo del joven y la sabiduría del anciano. Pero él nos responde con un silencio jubiloso, el mismo que escuché el primer día en que me despidió. Ése es el milagro de Francisco Pino, el milagro que sólo puede realizar un verdadero poeta.

Esperanza Ortega, poetisa, ha estudiado la obra de Francisco Pino.

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