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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Sordera judicial

Recientes disposiciones del Gobierno, y una sentencia del Supremo respecto a la concentración empresarial entre la cadena SER y Antena 3 Radio, han puesto de actualidad el maremágnum normativo en el que se desenvuelve la actividad de los medios audiovisuales españoles. Hace ya ocho años que el Consejo de Ministros autorizó la concentración de la SER y Antena 3 Radio en los términos recomendados por el Tribunal de Defensa de la Competencia. Dicha autorización no era preceptiva, pues se trataba de una operación voluntariamente notificada por las partes, y quedó condicionada a una serie de medidas tendentes a salvaguardar la competencia en el sector. Estas condiciones fueron cumplidas en todos sus términos por las empresas afectadas y otros grupos imitaron más tarde el modelo.

Pese a ello, el Tribunal Supremo anuló en junio de 2000 el acuerdo del Consejo de Ministros, mediante una sentencia que interpretaba rocambolescamente la Ley de Ordenación de las Telecomunicaciones. Dicha sentencia, cuya ejecución ordenó la semana pasada en un auto no menos pintoresco, establece unas limitaciones a la gestión de las empresas radiofónicas e informativas que van contra la actual tendencia de la actividad empresarial en todos los ámbitos de la economía, pero también contra el sentido común y la tutela de derechos fundamentales protegidos en nuestra Constitución.

La década de los noventa será recordada en el mundo de los negocios por los procesos de concentración en busca de una mayor eficiencia. Este proceso de adecuación a la realidad global de los mercados no ha pesado en el ánimo de la sección juzgadora, que preside el ex ministro socialista Fernando Ledesma, devenido así, paradójicamente, en censor de la actividad del último Gabinete de Felipe González. Merece la pena destacar esto, habida cuenta de las presiones mediáticas ejercidas en torno al caso por un grupo de columnistas y tertulianos, adictos al poder cuando el poder les favorece, que se erigieron en demandantes contra el Gobierno. Es como si sus opiniones, no precisamente desinteresadas, hubieran influido más en los jueces que la inseguridad jurídica que genera su decisión. La noticia de que una concentración aprobada por el Gobierno siguiendo un dictamen del Tribunal de la Competencia puede ser anulada ocho años después amenaza con desanimar a muchos inversores que ya saben para qué vale pedir permiso a la autoridad competente en materia de concentraciones o fusiones.

La SER y Antena 3 Radio se vieron obligadas por el Consejo de Ministros a vender 17 emisoras, se desprendieron de activos, tuvieron que modificar multitud de contratos con terceros y se sometieron a un proceso de reestructuración cuyos costes asumieron íntegramente. La anulación de esta autorización concede a las empresas afectadas derecho a reclamar cuantiosas indemnizaciones, que habrán de ser sufragadas con cargo a los contribuyentes. Pero la reparación económica, por importante que sea, nunca sanará el daño infligido a las instituciones y a la confianza empresarial. Tampoco evitará la sospecha respecto a los motivos por los que hoy se permite a los competidores prácticas idénticas a las que se prohíben a la SER.

Desde 1994 hasta ahora el mapa de la radio en España ha cambiado radicalmente. El dial se ha visto incrementado con 18 frecuencias nacionales de radio digital y con la concesión de 350 nuevas emisoras de FM, de las que la SER y Antena 3 fueron prácticamente excluidas, habida cuenta de que ya se les había autorizado la concentración. Mientras, crecía el emporio de las radios públicas y florecían más de 300 emisoras ilegales toleradas. Por eso sonroja la mera suposición de que el pluralismo informativo se haya visto amenazado por la concentración un día autorizada y hoy prohibida. Semejante afirmación sólo habla de la ignorancia o de la sordera de quienes así piensan, y resulta tan ridícula como la que infiere que la pluralidad de empresas garantiza por sí misma la de opiniones, como si no pudiera haber -como se da, de hecho, en la SER- una pluralidad de fuentes, informaciones y opiniones no sólo en la misma emisora, sino en cada uno de sus programas. O como si no fuera cierto que empresas y emisoras diferentes pueden ser manipuladas y sojuzgadas por una sola opinión dominante.

Las alusiones a la existencia de un imaginario oligopolio en las radios concentradas son fruto no del reparto de las frecuencias, sino del fracaso profesional de algunos aprendices. Por lo demás, la SER no es una sola empresa, sino un conglomerado de cerca de cien sociedades, que incluye a pequeñas y medianas emisoras locales o regionales que nada tienen que ver en su propiedad ni en su gestión con el Grupo Godó ni con el Grupo PRISA, editor de EL PAÍS. Éstos vienen haciendo gala -en el caso del primero, desde hace un siglo- de su servicio a la independencia y libertad de expresión, asumiendo riesgos y sacrificios. Los lectores, oyentes y usuarios de sus medios lo saben. Los jueces del Supremo, no.

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