Psicosocioeconomía
La distinción con el premio Nobel de Economía a dos eminentes profesores de psicología supone sin duda una curiosa novedad en la historia reciente de estos galardones, los cuales venían siendo otorgados a economistas cuyas investigaciones se situaban siempre en los parámetros de la ortodoxia dominante. Es cierto que en los últimos años la Academia sueca había premiado a insignes defensores de una mirada algo más compleja y amplia de la realidad económica que aquélla que se nos pretende normalmente imponer. Es el caso de Amartya Sen (premio de 1999), padre del concepto de Desarrollo Humano, o el de Joseph Stiglitz (premio de 2001), ex economista-jefe del Banco Mundial, que se vio obligado a dejar la institución por su desacuerdo con la escasa preocupación social de las políticas propugnadas por el banco.
Se trata en ambos casos de personas con una clara inclinación hacia la investigación de los procesos económicos como realidades complejas y poliédricas. Pero, más allá de estas excepciones, el premio Nobel de Economía ha venido distinguiendo a personas cuyas investigaciones se ajustaban a lo que se enseña de manera generalizada en las facultades de económicas; a saber, que los agentes que participan en el mercado lo hacen de forma racional, intentando maximizar su beneficio. Y ya se sabe que, desde Adam Smith hasta nuestros días, la ortodoxia ha venido defendiendo, contra toda evidencia, que la suma de esas conductas individuales, supuestamente racionales, acabaría convirtiéndose en un bien social.
En su brillante ensayo Las pasiones y los intereses (Península, 1999) Albert Hirschman nos conduce por los tortuosos caminos que permitieron a los economistas gozar de una profesión reconocida, superando la marginación a la que había sido históricamente sometida, por parte de la moral dominante, la preocupación por el lucro. La rehabilitación de la codicia o avaricia, sustituidas en el lenguaje por nociones más asépticas como la ventaja o el interés -conceptos asociados a la búsqueda de un beneficio material capaz de mejorar la propia condición-, vino a sacar al afán por enriquecerse del infierno de las pasiones, al que San Agustín lo había condenado junto con el ansia de poder y la lujuria sexual, si bien su redención no fue completa hasta que Smith advirtió de que la persecución generalizada de la ventaja individual derivaba inevitablemente en una inconsciente y silenciosa conspiración colectiva en pro de un orden social más elevado. De paso, esta espléndida generalización allanó el camino, según apunta Hirschman, para 'una considerable reducción del campo de investigación por el que el pensamiento social se había movido libremente hasta entonces, lo que permitía la especialización intelectual y la profesionalización'. Los economistas lograban así, no sólo un honorable reconocimiento sino, además, una cierta licencia para reducir el análisis de los fenómenos sociales a simples explicaciones derivadas del comportamiento individual.
Ahora bien, el fantástico mundo de la mano invisible y del orden social superior derivado de la búsqueda del interés personal requería de otra componente esencial: el supuesto de que los individuos actuaban racionalmente, supuesto bajo el que los economistas han establecido sus profecías durante los últimos dos siglos. Pues bien, resulta que ahora han dado el Nobel de Economía a unos psicólogos que dicen que el comportamiento mercantil de la gente poco tiene que ver con la racionalidad, máxime en situación de inseguridad o incertidumbre, es decir la que sufre la mayor parte del personal en todo el mundo.
Por algo se empieza, y quién sabe si por ahí no se estará abriendo una pequeña puerta para que en el futuro los investigadores de la economía (me refiero, claro está, a los defensores de la ortodoxia -mis respetos y afecto hacia los heterodoxos-) dejen de refugiarse en supuestos inexistentes en la práctica, y presten una mayor atención a la compleja y cambiante realidad social, superando el epíteto con que hace más de un siglo les obsequió Thomas Carlyle como 'respetables profesores de la ciencia lúgubre'.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.