El Born y el miedo escénico
Jorge Valdano utilizó un concepto valiosísimo, nunca suficientemente ponderado por los filósofos de la tribu: el miedo escénico. Un concepto afortunado porque se eleva al nivel de la categoría y en consecuencia resulta aplicable a infinidad de casos particulares: define tanto el pavor del futbolista cuando aparece en el estadio enardecido como nuestros más íntimos terrores cada vez que nos toca actuar en nuestras vidas profesionales y privadas, o sea, siempre. Dicho de otro modo, el miedo escénico es una herramienta para entender la realidad. Aquí el propósito es aplicarla al caso Born.
En primer lugar, está el escenario del Born. Un escenario que, desde que perdió el argumento para el que había sido concebido -el oloroso intercambio de frutas, verduras y pescados-, no ha encontrado una obra perdurable y decente que llevarse a las tablas: fiestas de la transición, exposiciones varias pasaron sin pena ni gloria, hasta que el local tuvo que echar el cierre. Afortunadamente, por miedo escénico -su simbolismo, aunado a la bella cubierta de Fontserè- no fuimos capaces de derribarlo en ese momento, que es lo que de verdad se merece un teatro sin representaciones. Durante años hemos vivido con esa mala conciencia a cuestas. Hasta que por fin alguien vislumbró una obra fuerte, de contenidos indiscutibles, que estrenar en la plaza: una biblioteca provincial.
En el Born hay épica, lírica, comedia de costumbres, historia, ciudad ¡De todo! ¿A qué viene tanta congoja?
Hete aquí una grand-opéra con un libreto culto, clásico y reconocible. Se trata de un género ambicioso que obliga a disponer de una orquesta y un cuerpo de baile amplios -léase una dotación considerable de funcionarios del libro- para atender las necesidades de numerosos espectadores. Todo eso implica disponer de una potente maquinaria para los cambios de decorado, buena iluminación, vestíbulos y camerinos amplios, etcétera. Lleva 20 años la ciudad reclamando un escenario para esa gran producción política que, pese a tener todos los contratos electorales firmados, nadie conseguía levantar. Hasta que llegó el PP y puso manos a la obra: las cosas como son.
Qué tiene que ver la grand-opéra con una comedia goldoniana de frutas y verduras nadie se lo preguntó. Y no hubiera estado de más hacerlo, porque entre uno y otro género media el abismo: toda la complejidad que precisa una, la otra la rechaza, pues es de natural humilde, fresco, transparente, ágil y aireado. Más Lliure de Gràcia que Liceo, para que nos entendamos. Ahora bien, tantas eran, al parecer, las ganas de la ciudad de contar de una vez con su gran producción lírica que sus dirigentes optaron por montarla en el ridotto veneciano de commedia del l'arte. Nada que objetar: dice el munícipe Acebillo que la arquitectura hace milagros y él sabe mucho de eso (a pesar del túnel de Mitre).
De modo que la maquinaria se puso en marcha, y en esas estábamos cuando surgió de las profundidades de la tierra un título no contemplado en la programación de temporada: las ruinas de una ciudad arrasada por Felipe V. Un argumento del copón bendito, no me negarán. ¿Qué obra era esa que aparecía sin pedir permiso? ¿Un Don Giovanni por lo que tiene de infernal y subterráneo? ¿Una especie de Fidelio beethoveniano con trasfondo de Guerra y paz (lujo de comprimarios, flamear de banderas en el campo de batalla)? Que pertenecía al género épico era evidente. Que llevaba incrustadas buenas dosis de romanticismo, también. Pero los dramaturgos de la École des Annales no advertían que esa obra sorpresa llevaba, además, mucha vida cotidiana encima: sudor en el trabajo, bullicio en las calles y tabernas, desgarros y júbilos en las casas nobles y humildes. ¡Atiza, una ópera verista!
El poderosísimo guión de esta obra llevaba años escribiéndolo, ingente tarea para un hombre solo, un libretista de lujo de la ciudad: Albert García-Espuche. De repente, ahí estaban, intactos, los decorados originales de la obra,
mal que pese a algunos más próximos por naturaleza al Teatro Olímpico de Vicenza o las ruinas de Pompeya que a Port Aventura.
El momento que vivió la ciudad al conocer ese legado fue emocionante. Y de pronto se manifestó una pulsión muy barcelonesa, subrayada en su día por Maragall, por conciliar en el mismo espacio la grand-opéra, la comedia veneciana, la epopeya gloriosa y el dramón rusticano. Por si todo eso no bastara, por los alrededores merodeaban otros libretos interruptus: una estación monumental sin trenes, un melancólico zoo a punto de desalojo, un parque que descubre tardíamente su vocación marítima...
Con tanta obra suelta, bien lo sabe Valdano, el miedo escénico se multiplica exponencialmente. Ahora la pregunta es: ¿seremos capaces de montar en la Ribera una temporada teatral que no nos conduzca al ridículo? Bueno, el pánico es razonable, pero si algo sabemos hacer aquí es teatro, no consta en ninguna parte que esa capitalidad también nos haya volado. De modo que es hora de dejarse de tonterías y arremangarse de una vez. La grand-opéra, como género muy particular que es, suele estorbarse con otras producciones. Procédase, pues, a construirlo en un lugar de superficies generosas. La pieza goldoniana, la beethoveniana y la verista que confluyen en el Born no constituyen ningún problema. ¡Al contrario! ¡Hay épica, lírica, comedia de costumbres, historia, economía, ciudad! ¡De todo! El pavor a que con esos mimbres acabemos tejiendo un indigesto pastiche es humano, pero contamos con buenos guionistas (ya se ha dicho), escenógrafos de talla internacional (Pasqual, Huerga, Bieito, Fura dels Baus, Carles Santos, Mendoza, quien, por cierto, ultima obra de teatro...) e historiadores reputados como los que convencieron a Pujol y a Clos de que en el viejo mercado había argumento.
Así pues, ¿a qué viene tanta congoja? Al campo, futbolistas. El espectáculo debe continuar. De hecho nunca se ha detenido. In bocca al lupo. O, si preferís, molta merda!
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