La especie humana, a vista de gusano
El Premio Nobel de Medicina premia la visión de un diseñador de elegantes experimentos genéticos
Algunos científicos se creen que son genios; Sydney Brenner es un genio'. Con estas palabras el catedrático de Genética Enrique Cerdá Olmedo invitaba a sus estudiantes a asistir a la conferencia que Brenner iba a impartir en la Universidad de Sevilla en 1987. La conferencia fue tan especial que varios compañeros organizamos un viaje a Madrid para escucharle de nuevo unos días después en la Fundación Juan March. De repente nos habíamos convertido en fans, capaces de viajar 500 kilómetros (antes del AVE) para escuchar dos veces a la misma estrella del pop. Unos meses más tarde haría un viaje más largo para unirme como investigador posdoctoral al laboratorio que Brenner estaba comenzando a organizar en la Unidad de Genética Molecular del Medical Research Council en Cambridge, Reino Unido.
Nos pusimos de acuerdo en otro proyecto, y el pez siguió recluido en el famoso congelador
A Brenner le acaban de conceder el Premio Nobel, que compartirá con John Sulston y Robert Horvitz, por las investigaciones que han permitido establecer al gusano Caenorhabditis elegans como un organismo modelo de la genética del desarrollo. Sin embargo, la lista de sus descubrimientos es mucho más larga. Hace más de 40 años hizo con Francis Crick una serie de elegantes experimentos que demostraron que el código genético se lee en grupos de tres letras, los codones (de hecho, fue Sydney quien inventó la palabra codón). Luego, junto a François Jacob y Matthew Meselson, propuso y demostró la existencia del ARN mensajero, el intermediario entre los genes y las proteínas. Y en 1964 mostró la colinearidad entre los genes y las proteínas
Pero a mediados de los años sesenta, Sydney pensó que la mayoría de las preguntas básicas sobre el funcionamiento de los genes estaban resueltas y que era el momento de dar un paso adelante. Afortunadamente, el Medical Research Council británico no estaba muy obsesionado con los resultados prácticos a corto plazo, así que Sydney se encerró en el laboratorio con su grupo de colaboradores y salió en 1974 para publicar su famoso artículo en la revista Genetics, 'La genética de Caenorhabditis elegans', que fundó un nuevo campo de estudio.
El trabajo pionero de John Sulston en el laboratorio de Sydney, que desarrolló técnicas de análisis genómico, ha sido esencial para construir el mapa del genoma humano. Y el conocimiento del destino exacto de cada célula del gusano permitió averiguar que el desarrollo de todos los animales, incluidos los humanos, requería la muerte programada de ciertas células. El descubrimiento de los genes implicados en ello realizado por Robert Horvitz es buen ejemplo de los beneficios que hemos conseguido estudiando el gusano de Brenner. Pero Sydney es un culo de mal asiento, y no sólo por lo mucho que viaja, sino porque si algo ha caracterizado su carrera científica ha sido su capacidad para abandonar su proyecto de investigación en curso para explorar nuevas parcelas de la naturaleza.
Cuando me uní a su laboratorio en enero de 1989, sólo una persona de una decena de investigadores trabajaba con C. elegans. El resto andaba en proyectos que iban desde la construcción de nuevos vectores virales a la evolución de ciertas proteínas mitocondriales pasando por el aislamiento de genes activos en el cerebro del ratón. Sin embargo, por el laboratorio corría el rumor de que Sydney tenía escondido en un congelador trozos de un pez que se había traído de Japón. Naturalmente nadie quería trabajar en eso.
Mi situación en su laboratorio era muy peculiar. Entrenado en genética y biofísica de hongos, había rechazado una oferta de un laboratorio norteamericano para irme con Brenner a trabajar en lo que a él le pareciera bien. No tenía experiencia en genética molecular y, sin embargo, Sydney me había aceptado en su laboratorio después de pedir a mi director de tesis doctoral que le enviara a alguno de sus estudiantes. Después aprendí que esa disposición para aceptar a extranjeros sin mucha experiencia no era muy común en los laboratorios de élite (ni en los otros), pero entonces cada vez éramos más los que llegábamos a su grupo sin mucha experiencia, pero con muchas ganas de trabajar y aprender.
Al cabo de tres meses aprendiendo rudimentos en su laboratorio, me citó en su casa un sábado por la tarde, me propuso varios temas de investigación y al final dejó caer: 'Bueno... también tengo el proyecto del pez'. Yo simulé ignorar el rumor que corría por el laboratorio, y él se animó: '¿No te he hablado de mi pez?'. Rápidamente sus ojos se iluminaron, se levantó y, para mi alegría, no fue a su congelador, sino a su biblioteca, de donde sacó un libro para enseñarme una foto del pez globo Fugu rubripes.
'Este pez', me dijo, 'es el vertebrado con el genoma más pequeño, y estoy seguro de que será una mina de oro para descubrir genes humanos'. Mi beca duraba un año y, aunque era renovable, necesitaba tener resultados para justificar su renovación. El proyecto de Fugu estaba demasiado verde para mí. Sydney siempre nos dejó trabajar en lo que más nos interesara, así que nos pusimos de acuerdo en otro proyecto y el pez siguió recluido en el famoso congelador.
Finalmente llegó un estudiante de doctorado, Greg Elgar, le llevó al congelador y, sacando una bolsa, le dijo sin más: 'Ahí tienes tu tesis'. Con el tiempo y la ayuda de otros estudiantes y posdoctorales se confirmó la naturaleza compacta del genoma de Fugu, nueve veces más pequeño que el humano. Sydney finalmente me convenció -era muy persuasivo- para buscar unos genes centrales del código genético (se llaman 'genes de las aminoacil-tRNA sintetasas') en el Fugu, aprovechando el pequeño tamaño de su genoma.
Hace tres meses, Sam Aparicio, otro estudiante de Sydney, Greg Elgar y un equipo de investigadores de varios países publicaban en la revista Science la secuencia completa del genoma de Fugu. Al igual que ocurrió con C. elegans, muchos científicos están utilizando el genoma de Fugu como modelo para entender genomas más complejos, como el humano. Las investigaciones con Fugu permitirán identificar los genes humanos con más facilidad y ayudarán a identificar las regiones reguladoras en sus genes comparándolos con los homólogos de Fugu.
¿Cómo era la vida en aquel laboratorio? Fascinante. Sydney había reunido a un grupo de biólogos y médicos de muchos países que trabajábamos sin parar. Cada uno tenía un proyecto independiente, pero compartíamos las técnicas y el equipo experimental. Sydney te daba completa libertad para trabajar en tus proyectos y establecer colaboraciones experimentales surgidas alrededor de unas pintas de cerveza, lo que se favorecía por sus viajes alrededor del mundo. Sin embargo, a su vuelta era capaz de recordar el punto exacto en que se había quedado el trabajo de cada uno. Cuando le contábamos un experimento con el que luchábamos desde hacía semanas, su réplica favorita era: '¿Cómo? ¡Pero si yo pensaba que eso ya estaba hecho hace siglos!'. Así nos espoleaba para realizarlo antes de que volviera con su aguda ironía.
A sus 75 años, Sydney es Profesor Distinguido en el Instituto Salk de California. Lo de 'Profesor Distinguido' le agrada mucho porque, como escribió él mismo, 'indica que te pueden promocionar al siguiente nivel, el de Profesor Extinguido'.
Luis Corrochano es profesor de Genética en la Universidad de Sevilla
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