_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los nombres de los muertos

Pablo Salvador Coderch

No se detenían ni ante las tapias de los cementerios, y cuando no los arrasaban borraban los nombres de los muertos de las lápidas de sus tumbas. En la Europa del siglo XX, las deportaciones de minorías étnicas responden a un patrón; había que sacar a las gentes de sus casas, expulsarlas de la nación a la que ya no tenían derecho a pertenecer y eliminar todo rastro de la comunidad deportada: nombres y apellidos, libros y canciones, inscripciones y topónimos debían ser borrados de la memoria colectiva.

Norman M. Naimark, un profesor de Stanford, ha historiado bien nuestras limpiezas étnicas recientes en un breve libro (Fires of Hatred. Ethnic Cleansing in Twentieth-century Europe. Harvard University Press, 2001). Más allá de las particularidades de cada caso, emergen los paralelismos: el ideal de la construcción nacional persigue el monopolio y la autarquía culturales; el conflicto civil o la agresión externa abierta facilitan la polarización de la opinión pública en pro de la patria y en contra los deportados -hombres, mujeres y niños son señalados como traidores, pero su crimen real es existir: ¿cómo puede un niño cometer traición?-; el aparato del Estado moderno se pone al servicio de la deportación en masa, sus víctimas son tratadas como ganado; las organizaciones paraestatales coprotagonizan los peores abusos -extorsiones, robos, violaciones, asesinatos- mientras los funcionarios reciben órdenes de no intervenir en defensa de los deportados; el derecho internacional ampara o legitima el cambio de fronteras y el trasvase de poblaciones.

El siglo arrancó con la catástrofe armenia: un movimiento progresista de regeneración nacional, los Jóvenes Turcos, emprendió la construcción de Turquía como un Estado moderno, laico y étnicamente lo más homogéneo posible. En 1915 comenzó la deportación de los armenios de Anatolia a los desiertos de Mesopotamia; siguieron vagones sellados o marchas agotadoras; hambre y sed; tifus y disenterías; robos, apaleamientos, violaciones y asesinatos. Quizá 800.000 perecieron.

Tras la guerra, el Tratado de Lausana (1923) olvidó a los armenios al tiempo que ordenaba el intercambio forzoso de poblaciones griegas (de Anatolia a Grecia: 1,2 millones de personas) y turcas (de Macedonia a Turquía: 356.000).

El capítulo siguiente redujo al absurdo el concepto de crimen: el genocidio judío, obra de los nazis, empezó con hostigamiento y marginación, continuó con internamiento y finalizó con exterminio. La diferencia específica del holocausto -el ánimo y resultado genocidas- explica las demás: alguna de las barbaridades que los nazis no solían cometer, pero que han acompañado a los restantes casos de limpieza étnica como la sombra al cuerpo -como las violaciones masivas-, no derivó de consideraciones humanitarias, sino precisamente de la deshumanización radical de las víctimas: un nazi no viola mujeres judías.

Siguió, como el flujo de las mareas, la deportación de chechenos e ingusetios del Cáucaso y la de tártaros de Crimea, ordenadas por Stalin y ejecutadas por los batallones de la NKVD de Beria; durante la noche del 23 al 24 de febrero de 1944, los hogares chechenos fueron desalojados, les dieron media hora, no se hicieron excepciones y medio millón de personas fueron deportadas a Asia Central. Quizá la cuarta parte pereció. En 1957, se les permitió volver.

El caso de los tártaros es similar, pero oficialmente nunca se les dejó regresar. En ambos, la historia fue reescrita y las tumbas profanadas. En Chechenia, hoy, continúa la guerra.

Acabada la II Guerra Mundial, 11 millones de alemanes hubieron de abandonar Polonia, Chequia y otras regiones de Europa central. Las fronteras polacas se desplazaron de Este a Oeste: en un extremo, más de dos millones de polacos hubieron de abandonar la antigua Ucrania polaca y casi medio millón de ucranianos siguieron el camino inverso; en el otro, los alemanes que iban a ser expulsados fueron clasificados en categorías, internados -en ocasiones, en antiguos campos nazis- y expulsados.

En el éxodo de Polonia y Chequia, muchos murieron -la mayor parte de enfermedad-, pero muchísimas mujeres fueron forzadas y en algunas poblaciones hubo asesinatos en masa. También, naturalmente, las tumbas fueron profanadas y borrados los nombres de los muertos. Pero de nuevo el derecho internacional dio por buenas las deportaciones.

Como resalta Naimark, políticos checos de todas las ideologías y naciones coincidieron en su absoluta necesidad. En un oxímoron ético, la idea de culpa colectiva cubrió un crimen.

No hace mucho más de 10 años que supimos de la última gran limpieza étnica del siglo, resultante de la desmembración de la antigua Yugoeslavia. También ahí reemergió el patrón: ultranacionalismo, polarización, paramilitares, violaciones masivas, templos dinamitados, cementerios destruidos. Desde junio de 1991 hasta finales de 1999, millones de personas fueron deportadas, muchas murieron y muchísimas fueron salvajemente agredidas.

Saturada de desastres, la opinión pública recuerda mal etnias y lugares. Es triste escribir que el primer deber de un Estado es dejar vivir a los vivos y respetar la paz de los muertos. A la historia me remito.

Pablo Salvador Coderch es catedrático de derecho civil en la Universitat Pompeu Fabra.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_