Los políticos y sus razones
La política no siempre se aviene a seguir los criterios que le impone la razón. Ni siquiera en su acepción más economicista, aquella que se reduce a entenderla como un juego en el que cada actor se limita a maximizar sus intereses propios a partir de los recursos disponibles y de la posición e intereses relativos de los otros actores. En un excelente artículo, Ignacio Sánchez Cuenca nos ofreció el otro día (EL PAÍS, 10/10/2002) un buen ejemplo práctico de la distancia existente entre lo que sería una actitud racional de los actores políticos en el nuevo contexto de la situación vasca y lo que de hecho ha resultado del 'irracionalismo' (esto lo digo yo) de nuestros actores políticos de carne y hueso.
Ese mismo día toda la prensa daba cuenta de la concesión del premio Nobel de Economía a Vernon Smith y Daniel Kahneman, dos 'antropólogos de la economía'. Lo suyo es andar investigando en laboratorio sobre las peculiaridades y deficiencias del homo oeconomicus y cómo influyen sobre sus decisiones diversos efectos psicológicos u otras consideraciones más generales. Sus trabajos son de un gran interés, dado que el simple presupuesto de la economía neoclásica -que las personas toman sus decisiones en interés propio y mediante una aplicación racional de medios- choca a menudo con la verificación empírica de que el comportamiento humano no siempre puede reducirse a este presupuesto simplificador. Sobre todo cuando estamos en presencia de decisiones o comportamientos 'bajo incertidumbre', que son aquellos sobre los que estos dos autores más han indagado.
Buena parte de la ciencia política actual se devana los sesos tratando de ver hasta qué punto los actores políticos casan sus comportamientos a esta reducida visión de la racionalidad. Sería muy bienvenido, pues, que ampliaran su campo de análisis a estas sugerencias que aportan los nuevos Nobel. Aunque el problema puede que resida en la dificultad por hacer compatibles los dos objetivos del homo politicus como presunto actor racional: su supuesta subordinación al 'interés general' y su patológico apetito por mantenerse en el poder. Dos supuestos prácticos de nuestra política cotidiana muestran lo arduo que es compatibilizar una cosa con la otra. El primero es la marcha atrás del Gobierno en casi todos los supuestos contemplados en el decretazo. La mayoría de las interpretaciones apuntan en la dirección de un 'viraje al centro político' para favorecer las aspiraciones del (o la) sucesor (a) de Aznar. O sea, un criterio electoralista que acabaría predominando sobre la supuesta premisa que justificó su aprobación (el fortalecimiento de la economía general). Si introducimos un factor -digamos- 'psicologista', esta tesis no acaba de casar con los rasgos básicos de la personalidad de nuestro presidente. Alguien que había hecho, además, de la reforma laboral una cuestión de honor. Parece más plausible, entonces, que lo que le impulsó a buscar el desarme sindical fuera la necesidad de tapar fuentes de conflictos en un momento en el que el problema creado por Ibarretxe y por el bajón de la economía amenazaba gravemente la propia capacidad de solución de problemas. Y ello, como es lógico, a medio plazo abundaría en el desgaste del Gobierno. Observen: el objetivo sigue siendo el mismo, ganar las elecciones.
En segundo lugar tenemos las chocantes previsiones de crecimiento e inflación previstas en el Presupuesto del año próximo, desmentidas hasta por el propio gobernador del Banco de España, Jaime Caruana. ¿Qué puede conducir a nuestro equipo económico del Gobierno a apartarse tan flagrantemente de lo que todos los expertos han detectado ya como la previsión más 'racional'? Por un lado, como es obvio, poder gastar más sin tener que incumplir su obsesión con el déficit cero. Pero, por otro, apuntarse a las previsiones más optimistas, aunque sean 'irracionales', para dar la imagen de que todo va bien y apuntarse los beneficios políticos derivados de ella. Si luego no salen las cuentas, siempre se puede imputar a los altibajos de la 'situación internacional'. Nos encontramos así con la paradoja de que el irracionalismo optimista puede ser perfectamente racional políticamente.
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