El mejor oficio del mundo (todavía)
'RECLAMAMOS A GABO íntegramente para nuestra profesión'. Estas palabras tan orgullosamente excluyentes formaban parte del relatorio que resumía el seminario celebrado en Monterrey (México), en abril de este año, por la Fundación para el Nuevo Periodismo Latinoamericano. Gabo había reaparecido, tras un tiempo escondido de cualquier vida social, ante tres docenas de periodistas latinoamericanos y españoles. Y allí, una vez más, quedó demostrado que su verdadero oficio, en el que se encuentra más cómodo ('aunque al final me he convertido en un escritor'), es el de periodista.
Después de tanta actividad, tanto reconocimiento, tanto cariño obtenido juntando letras ('escribo para que me quieran'), estos días Gabo se encuentra 'acojonado' ante la respuesta que el lector pueda dar a un género literario tan distinto al habitual como son unas memorias. En vez de un Nobel parece un novel. Puede estar tranquilo. Vivir para contarla es otra maravilla. Y dentro de ella, como en las muñecas rusas, lo son las páginas dedicadas a sus inicios en el mundo del periodismo. En periódicos como El Universal de Cartagena de Indias, en El Heraldo o la revista Crónica de Barranquilla, en El Espectador de Bogotá, e incluso en esa experiencia tan corta como fue el periódico más diminuto del mundo, Comprimidos (del tamaño de una cuartilla), precedente de la prensa gratuita, y que García Márquez escribía de punta a rabo.
En esas páginas está presente esa pasión insaciable que ha sido el periodismo para el escritor colombiano, lo que denomina 'la enfermedad mortal del periodismo y la literatura'. Un periodismo al que llegó después de creer que aquello no era para él, cuando quería ser un escritor distinto, aunque trataba de serlo por imitación de otros autores que no tenían mucho parecido con su estilo. A comienzos de 1948, muerto de hambre y bajo el marco histórico del bogotazo, ingresa Gabo en el gremio. Primero escribiendo notas sin firmar o columnas diarias tituladas Punto y aparte o La Jirafa, donde utilizaba el seudónimo de Séptimus, como homenaje a Séptimus Warren Smith, el personaje alucinado de Virginia Woolf en La señora Dalloway); pronto como reportero, al escribir en 1955 esa pieza clave del periodismo moderno, el Relato de un náufrago (en El Espectador), editado como libro quince años después por Beatriz de Moura en editorial Tusquets. Ahí finaliza este tomo.
Luego vendrían centenares de artículos desde los cuales centra su vocación y su especialidad: el reportaje como 'género estelar del mejor oficio del mundo', mediante el cual uno puede expresar mejor que de ningún otro modo la vida cotidiana. Hace unos años, Gabo se paró y consideró que había llegado el momento de compartir lo que del periodismo había aprendido. Así nació su vocación docente. Un día, en la soledad, decidió que no tenía derecho a no explicar lo que había aprendido en ya casi toda una vida. Así empezaron los talleres de periodismo y la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano, que fundó y preside. Tenía otra motivación egoísta: el convencimiento de que el único modo de seguir aprendiendo es seguir enseñando.
En cuatro ocasiones ha impartido talleres en la Escuela de Periodismo de la Universidad Autónoma de Madrid/EL PAÍS. En la inicial, año 1993, nada más sentarse, cuarenta magnetofones, de los cuarenta alumnos presentes, se instalaron delante de su boca. Los rechazó. Primera lección: el magnetofón, mal utilizado, es la muerte del periodismo. No fue casualidad que el Relato de un náufrago lo escribiese día a día, en la redacción de El Espectador sin utilizar ese artilugio que, en aquellos tiempos, ocupaba casi el mismo espacio que una maleta. En una de las visitas a la escuela, Gabo se llevó los apuntes de reporterismo y redacción y el Libro de estilo de EL PAÍS con la promesa de anotarlos y hacerles la crítica. Dicho y hecho. Poco después tuve la oportunidad de visitar su casa en Cartagena de Indias, aquella que con tanto cariño fue construyendo y amueblando su mujer, Mercedes, la Gaba, y que por circunstancias de la vida política en Colombia el matrimonio García Márquez ha disfrutado tan poco. La casa estaba cerrada y los muebles lucían esas sábanas blancas que los protegen del polvo y el deterioro. La curiosidad me hizo levantar el sabanón que cubría la mesa de trabajo del escritor. Allí estaban, subrayados y anotados exhaustivamente los apuntes y el Libro de estilo.
En un taller de la Escuela de Periodismo, celebrado en la sierra madrileña, leyó García Márquez por primera vez un capítulo de Noticia de un secuestro. Era un día de tormenta y se fue la electricidad; a la luz de las velas, en un ambiente fastasmal, cautivó a los privilegiados oyentes con un texto todavía inédito. En otra oportunidad, un día de fiesta en Madrid, acudió García Márquez a la sede de la escuela. Haciendo gala de su timidez enfermiza -'que podía ser un obstáculo grande en mi vida', dice en Vivir para contarla- había pedido que sólo entrasen diez alumnos a dialogar con él sobre el periodismo que se les enseñaba. Cuando llegó, vio a la puerta a los otros treinta con cara de heroinómanos con mono, y los dejó entrar. No así al profesor, que hubo de quedarse fuera.
Son pequeñas anécdotas que quizá figuren en los próximos tomos de sus memorias. Contaba Gabo que la idea de éstas le surgió porque entre libro y libro, novela y novela, sólo leía y leía. Cuando trabajaba con máquina de escribir acababa un libro cada siete años; al utilizar el ordenador ('la computadora'), el ritmo se aceleró a un manuscrito cada tres años. Necesitaba aprovechar los intervalos.
Como gran periodista que es, García Márquez termina Vivir para contarla dejando al lector con ganas de seguir y saber qué pasó a partir de entonces. Ojalá sea pronto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.