Reiniciar la historia
Fukuyama ha hecho un reset en su ordenador: ha decidido reiniciar la historia. Si en su libro anterior, La gran ruptura, apareció el conservador asustado que quiere poner orden moral en las sociedades poshistóricas, en El fin del hombre reconoce 'un argumento irrefutable' contra sus propias tesis: el fin de la historia no puede darse a menos que se dé el fin de la ciencia. La ciencia parece tener larga vida. La historia sigue. Y Fukuyama cambió de objetivo: ahora nos emplaza al fin del hombre. O al modo de evitarlo.
Acontecimientos como el 11-S, contemplados desde que tiene una visión global de la historia, no son más que pequeñas anécdotas que, según Fukuyama, en ningún modo van a evitar el triunfo de la modernización. Pero sí ponen de manifiesto que la ciencia y la tecnología son los puntos débiles de la civilización occidental triunfante. Orwell no tenía razón. La sociedad de la información, al parecer de Fukuyama, está aportando más libertad que opresión, más autonomía individual que sumisión. No es casualidad que la expansión de las tecnologías de la información haya coincidido con el hundimiento de los sistemas de tipo soviético. En cambio, el diagnóstico de Huxley -El mundo feliz- estaba mejor orientado: la biotecnología puede acercarnos a una situación 'en que los hombres no sean conscientes de su propia deshumanización'. Si la vieja idea de una naturaleza humana común se desvaneciera, las consecuencias serían enormes: la igualdad política se sostiene sobre esta identidad de especie que hace que todos seamos reconocidos como iguales en dignidad.
EL FIN DEL HOMBRE
Francis Fukuyama Traducción de Paco Reina Ediciones B. Barcelona, 2002 10 páginas. 21 euros
El fin del hombre es una apelación al debate urgente sobre los límites de la investigación científica y sus aplicaciones prácticas. Fukuyama parte de un principio: no es verdad que no se puedan detener o regular los avances de la tecnología. Como casi siempre ocurre, el liberal se hace intervencionista cuando le entra el miedo. Y afirma que este debate pasa por la política, porque es el Estado el que debe asumir sus responsabilidades.
La ampliación de los conocimientos sobre el cerebro, la neurofarmalogía y la manipulación de emociones y conductas, la prolongación de la vida y la ingeniería genética empiezan a tocar componentes esenciales del hombre. Lo cual exige respuestas institucionales. Y obliga a reflexionar sobre la naturaleza humana y sus transformaciones. Fukuyama apuesta por una esencia natural del hombre, independientemente de lo que los factores sociales y culturales pesen en la configuración de nuestras maneras de hablar, de trabajar y de desear. Fukuyama no se reprime sus querencias ideológicas: la propiedad privada y la familia forman parte de la naturaleza humana.
Entre los criterios de reglamentación, Fukuyama apunta a la distinción entre terapia y perfeccionamiento. Sería aceptable todo aquello que contribuye a curar a los enfermos y no a convertir las personas en dioses. ¿Pero dónde está la frontera? ¿Cuándo se debe considerar que una actuación biotécnica no modifica sustancialmente la condición humana? Fukuyama teme que la biotecnología conduzca a un conflicto más agudo que los momentos revolucionarios de la lucha de clases.
Si un día las personas con re-
cursos acuden a la biotecnología para crear una clase de 'hijos perfectos' se desencadenará inevitable un conflicto social que puede llevarse por delante cualquier forma de democracia y devolvernos a tiempos despóticos y aristocráticos. El fin de la historia se habría esfumado definitivamente. Fukuyama nos invita a reiniciarla antes que esto ocurra. Dado que la tecnología tiene larga vida, regulemos la continuidad de la historia, salvando al hombre. Para que después Fukuyama pueda darse el gusto de volverla a finiquitar. La pregunta, sin embargo, es otra: ¿realmente las nuevas tecnologías pueden cambiar la naturaleza del hombre? ¿O simplemente nos sitúan ante un grado de responsabilidad de dimensiones desconocidas? Ser libre es elegir. A mayor posibilidad de elección más libertad, pero también más responsabilidad. La cuestión está en superar el vértigo que nos produce afrontar responsabilidades que hasta ahora habíamos delegado en los dioses.
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