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Columna
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Estadistas

Antonio Elorza

De vez en cuando reaparece la evocación del 'estadista'. En estas mismas páginas, la distinción tópica entre 'estadista' y 'político' afloraba recientemente en el artículo elogioso de Carlos Mendo sobre Tony Blair y en el redactado por Miguel Herrero de Miñón en apoyo del plan Ibarretxe. La intención del segundo enlazaba con su aldabonazo de 1997 ante la movilización general de los demócratas por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Hacía falta, a su juicio, según escribió entonces, no el aislamiento de HB, sino un estadista que plantease las cosas de otro modo, lo que ahora se traduciría en una estrategia estatal de respaldo a la solución conciliadora del lehendakari. Por su parte, Mendo sitúa la divisoria en que el político actúa sobre el momento presente, en tanto que un estadista como Blair plantea sus decisiones pensando en la próxima generación.

Sobre la distinción propuesta por Mendo haría falta introducir una cláusula de cautela: un 'estadista' puede definir un proyecto político como diseño de futuro, y eso no le libraría de ser siniestro. Estadistas fueron Hitler, Mussolini y Stalin, también Cánovas, De Gaulle o Mitterrand, y la evaluación de cada uno ha de ser singularizada; muchas veces, más vale quedarse con políticos como Mendès-France, Indalecio Prieto, Berlinguer o Clinton. 'Pilatos fue eminentísimo como execrable estadista', escribió Quevedo. La voz 'estadista' se encuentra hoy excesivamente cargada de una estimación positiva y, desde el siglo XIX de acentos conservadores que se orientan a la búsqueda de un personaje excepcional, capaz de protagonizar una redención política en tiempo de crisis. Más vale entonces recordar la plurisemia del término en sus orígenes, que puso de manifiesto en uno de sus admirables trabajos el historiador José Antonio Maravall: 'Estadista' se presenta en la sede del vocabulario político de la mano de la razón de Estado, y por eso puede designar en unas ocasiones a quien se guía por criterios pragmáticos, en otras al que es capaz de tomar las decisiones mirando ante todo al bien común, lo que mejor merecería la calificación de 'repúblico', y por fin al que desdeña toda consideración moral y se entrega a un juego del que puede salir la destrucción del propio Estado, 'el Caco político' a que aludiera Baltasar Gracián.

Da la sensación de que el 'estadista' soñado por Herrero de Miñón para aceptar el plan Ibarretxe no sería en modo alguno el 'repúblico' capaz de contemplar desde una atalaya superior la panorámica del conflicto vasco. Ningún constitucionalista con seso puede aceptar que un proceso constituyente como el perfilado por el lehendakari se ajuste ni a la reforma del Estatuto, ni a la Constitución, que puede ser flexible pero no una caja vacía, ni a la finalidad de preservar España, cuyo armazón institucional es del todo incompatible con una cosoberanía pórtico de independencia. Si al leer el plan Ibarretxe no se entera alguien de que estamos ante un remake del Estado Libre de Irlanda en los años veinte, con la misma meta inexorable de independencia a corto plazo, más vale un prudente silencio. Y si aspiramos a salir con bien del laberinto vasco, no es tiempo de españolistas ni de abertzales acérrimos, y por supuesto tampoco de arbitristas. El estadista de esta clase sobra.

Nos queda el pragmatismo apegado a la razón de Estado, propio del 'político rapaz, cuya prudente disposición especuló estadista', censurado por Góngora en su segunda Soledad. Tenemos una muestra bien próxima de esa actitud en el giro de 180 grados dado por el presidente Aznar en su proyecto de reforma del mercado de trabajo. Su realismo político descarnado al abordar el tema quedó de manifiesto al cambiar el Gobierno y excluir a los dos protagonistas, Aparicio y Cabanillas, de la promoción de la huelga. Ahora el viraje se ha consumado con el acuerdo casi total entre Zaplana y los sindicatos. Desde el punto de vista de los trabajadores, ha sido un ejemplo de que las viejas tácticas de lucha económica siguen vigentes. Pero si nos centramos en Aznar, lo que sobresale es esa aplicación tajante de la razón de Estado por encima de ideas políticas y consideraciones económicas. Tal vez estemos por ello ante un 'estadista', aunque si aplicamos los términos del período en que nace la voz, y recordando a Góngora, más valdría tener al frente del Gobierno a un puro y simple 'político discreto'.

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